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jueves, octubre 25, 2007

La libertad de Impresión

No tenés derecho a meterte en mi vida. Pero tampoco en la vida de aquellos que admiramos. Qué te importa si el genio era un gil en la vida cotidiana. Qué me importa. El autor de la nota es novelista y blogger. Su blog "Diario de una mujer gorda" fue considerado como el mejor blog del mundo por un jurado internacional.

Por Hernán Casciari


Estuve todo el fin de semana con un retortijón en el estómago por culpa de unas declaraciones de María Kodama que escuché por casualidad en la radio: "A Borges le gustaba Pink Floyd", decía, muy alegre de cuerpo la viuda, en una entrevista.
— ¿Y eso a mí qué carajo me importa? —pensé enseguida, pero ya era tarde. ¿Por qué he tenido que saberlo? ¿Por qué no puedo volver atrás y olvidar esta información? ¿Por qué, de ahora en más, deberé convivir con ella?
Cuando no queremos que se metan en nuestra vida tenemos la opción de decir "a usted no le importa", que es una manera de cerrar la boca en el momento justo. ¿Pero qué pasa cuando a mí no me importa lo que otro está diciendo? ¿Es posible cerrar a tiempo los oídos y mantenerse ignorante? No, no es posible.
Contra las viudasDebería existir un mecanismo físico para no escuchar ni leer ni ver aquello que no nos interesa sobre la vida de los demás. Y es que cuando recibimos una información no deseada, no requerida, no esperada ni anhelada, ésta de todos modos se imprime en nuestra retina para siempre, a fuego incluso. Deberíamos tener, también, libertad de impresión: el derecho a imprimir en nuestra memoria sólo aquello que nos importa.
Yo no es que esté en contra de Pink Floyd; lo que me pone los pelos de punta es esta moda, contemporánea y ruin, de que los herederos saquen a relucir las intimidades de sus parientes inmortales. Sobre todo cuando lo que cuentan son ciertas pequeñeces de entrecasa que los muertos, quizás, han querido preservar o esconder.
Hay muchas maneras de disfrazar nuestra mediocridad doméstica. La más difícil de todas, está claro, es acabar siendo un genio. Los pocos que logran escribir un par de poemas inolvidables, o pintar cinco cuadros gloriosos, o patear todos los tiro libres al ángulo, o componer tres canciones de las llamadas clásicas, deberían tener eternamente perdonado si en vida mearon la tabla del inodoro, o si votaron a la derecha, o si un día atropellaron a una vieja en el auto y después se dieron a la fuga. Esta regla debería estar en Código Civil, junto con las demás cosas importantes del mundo:
Artículo 4º: A nadie le importa conocer las mezquindades domésticas de los muertos célebres, y los herederos que hagan públicas estas anécdotas serán castigados con penas de dos a cinco años de prisión. Archívese.
Es que hay tanto idiota defendiendo a los koalas de la extinción, a los pingüinos del petróleo, a los africanos de la sed, etcétera, que me da rabia que nadie lo defienda a Borges de su viuda. Porque, si bien es algo tácitamente consensuado esto de que a los genios se les perdona todo, parece ser que los herederos lo han olvidado, y van sacando trapitos al sol cada vez que se les pone un micrófono en la trompa. E incluso cuando no se lo ponen (al micrófono) ellos lo buscan para poder hablar.
Si a Borges le gustaba Pink Floyd, yo creo que tuvo veinte años para decirlo. Y si no lo dijo nunca, por algo habrá sido. Lo mismo, aunque más grave, pasó hace una década con la hija de Piazzolla, a la que se le ocurrió decir barbaridades sobre su padre en un libro llamado "Astor". No tengo el libro a mano para ser literal como debiera, pero recuerdo que la tilinga chusmeaba lo siguiente:
—El día que murió mi abuelo, Astor estaba en Nueva York, y ni siquiera tuvo la delicadeza de enviar flores al entierro de su padre.
Por supuesto que no. El pobre se entretuvo llorando en la pieza de un hotel mientras componía Adiós Nonino, quizá la obra más hermosa del siglo veinte, y se le pasó lo más importante, que es mandar flores a un velorio que se estaba desarrollando en Mar del Plata. Si Piazzolla hubiese elegido bajar a la calle y comprar una corona de crisantemos para su padre, en lugar de ponerse a componer, hoy tendríamos una histérica menos y un agujero todavía más grande en la música contemporánea.
Peor las novias¿Por qué tengo que guardar esto en la memoria? ¿Por qué, si no me importa? Y lo más triste es que tengo más: hace un par de años Marina Picasso estaba aburrida en su casa y no se le ocurrió mejor cosa que escribir (ella también) un libro que nadie le pidió. Lo único que había hecho hasta entonces Marina Picasso con su vida había sido gastarse la plata de su abuelo Pablo. El libro está en la calle, todavía no fue censurado y se llama, cómo no, "Picasso, Mi Abuelo". En él Marina narra, sin que le tiemble el pulso, que Picasso no era lo que se dice una buena compañía para una nieta, que no la sacaba a pasear al parque, que no le cantaba el Arroz con Leche y que nunca la subió a caballito en los desfiles cívico-militares. ¡Y a mí qué me importa!
Mi abuelo Salvador Casciari, que en paz descanse, me llevaba a pescar todos los domingos, me armaba barriletes con caña y papel manteca, me daba de tomar vino de misa mezclado con azúcar y yema de huevo y era el mejor amigo que un chico de nueve años puede tener, y no por eso voy a escribir un libro que se llame: "Mi abuelo era un inútil pintando cuadros cubistas".
Hace algunos meses, una señora que supuestamente fue novia de Dalí (antes de que el catalán conociese a Gala), ha dicho por la televisión que el genio de Cadaqués estaba obsesionado con el sexo "porque era impotente" y, atención, que además "tenía un micropene". ¿Qué cambia en el mundo a causa del micropene del pintor? Nunca faltará un gracioso que reinterprete el porqué de los relojes blandos, sí. Pero exceptuando eso, ¿qué cambia? ¿No sigue siendo la vida algo mejor gracias a que Dalí pasó por ella revoleando los pinceles? Quizás, si el catalán hubiese tenido una poronga gigante como la de Darío Grandinetti, en vez de murales maravillosos ahora tendríamos más películas de Subiela. Dios nos libre y nos guarde.
Es probable, pienso ahora, que incluso sean más peligrosas las novias de la juventud que las mismísimas viudas o nietas o hijas de los genios, a la hora del "no me importa". Las novias de la juventud son ésas que dicen haber estado con, pero que no presentan pruebas. Porque las viudas, más que más, presentan una dosis de respeto o de consideración. En cambio las que no lograron cazar al genio, además de veneno chismográfico, escupen vil resentimiento.
No hace mucho se paseó por las redacciones del mundo Edith Aron, una señora francesa muy fea que asegura haber sido la mujer que, en los años cuarenta y siendo noviecita de Cortázar, inspiró al escritor para su personaje La Maga. Esto no es lo malo; lo malo es que la guacha lo cuenta como con lástima, con un cierto desdén, dejando claro siempre que ella nunca estuvo enamorada de él, sino al revés. Será perra.
En una entrevista reciente un periodista le pregunta:
— ¿Cortázar era tan buen mozo como se ve en las fotos, Edith?
Y ella, la ingrata, la gorda, la fea, contesta:
—Bueno, de chico tuvo un problema en las glándulas... Después se hizo operar y sólo entonces le creció la barba. Por otra parte, no podía tener hijos. Y era demasiado intelectual. Incluso usaba anteojos de joven sin necesidad.
Escuchemé, señora —me dieron ganas de decirle—: este hombre la inmortalizó a usted. Este buen señor la debía querer mucho para componer un personaje femenino inmortal basándose en su cara de foca. Por lo tanto, si nadie la consulta usted mejor no abre la boca, y si en el futuro alguien le pregunta si Cortázar era buen mozo, lo que usted tiene que hacer es decir: "Sí, era un churro bárbaro" y cerrar el orto con candado.
Lo público y lo privadoEl hijo de Camilo José Cela, que se llama igual que su padre, y su última esposa, que se llama Marina Castaño, vienen protagonizando desde hace años, en la prensa española, un novelón patético para ver quién la tiene más grande (a la herencia). Don Camilo aparece en la tele tantas veces como Enrique Iglesias, y por motivos igual de superficiales. Debe ser el escritor más nombrado y menos leído de la península, por culpa de su descendencia conventillera.
Desde hace un año se ha sumado al folletín una señora que dice haber sido la mucama de Cela, y que ha sacado a relucir las dedicatorias privadas que el Premio Nobel gallego escribía a su segunda esposa, diciéndole cosas como por ejemplo "este libro es para ti, analfabeta, a ver si aprendes a leer" y otras divertidas ironías de entrecasa que la prensa quiere hacernos ver como violencia doméstica.
Toda esta lista de mezquindades que nadie quiere escuchar se amplifica todo el tiempo, y no es necesario estar pendientes de la prensa o de la televisión. La información que no nos interesa, el chisme vil, la frontera indeseada entre lo público y lo privado puede asaltarnos durante un viaje en taxi, si el chofer tiene la radio encendida. No hay modo de librarse de esto, ni forma de prevenirlo.
"¡Pero es que a mí no me importa!" debería ser una frase que (dicha a tiempo o a destiempo, en el momento de recibir la información o más tarde en el baño de casa) borrase de nuestro cerebro aquello que no hemos querido oír, o ver, o leer.
La última voluntad de todo el mundo no debiera ser "entiérrenme aquí o allá", ni debería ser "déjenle el piano al Museo de la Música". No. La última voluntad de todos nosotros debería ser: "Que los que se quedan vivos no abran la boca, porque a los demás no les importa". Que se callen las antiguas novias, que no cuenten nada los nietos sobre los abuelos célebres, que no vayan a la tele las esposas despechadas ni las exhibicionistas, que la descendencia labure; sobre todo eso: que los herederos se rompan un poco el lomo si quieren mantener el presente de reyes que el muerto les daba en vida.

La libertad de Impresión

No tenés derecho a meterte en mi vida. Pero tampoco en la vida de aquellos que admiramos. Qué te importa si el genio era un gil en la vida cotidiana. Qué me importa. El autor de la nota es novelista y blogger. Su blog "Diario de una mujer gorda" fue considerado como el mejor blog del mundo por un jurado internacional.

Por Hernán Casciari


Estuve todo el fin de semana con un retortijón en el estómago por culpa de unas declaraciones de María Kodama que escuché por casualidad en la radio: "A Borges le gustaba Pink Floyd", decía, muy alegre de cuerpo la viuda, en una entrevista.
— ¿Y eso a mí qué carajo me importa? —pensé enseguida, pero ya era tarde. ¿Por qué he tenido que saberlo? ¿Por qué no puedo volver atrás y olvidar esta información? ¿Por qué, de ahora en más, deberé convivir con ella?
Cuando no queremos que se metan en nuestra vida tenemos la opción de decir "a usted no le importa", que es una manera de cerrar la boca en el momento justo. ¿Pero qué pasa cuando a mí no me importa lo que otro está diciendo? ¿Es posible cerrar a tiempo los oídos y mantenerse ignorante? No, no es posible.
Contra las viudasDebería existir un mecanismo físico para no escuchar ni leer ni ver aquello que no nos interesa sobre la vida de los demás. Y es que cuando recibimos una información no deseada, no requerida, no esperada ni anhelada, ésta de todos modos se imprime en nuestra retina para siempre, a fuego incluso. Deberíamos tener, también, libertad de impresión: el derecho a imprimir en nuestra memoria sólo aquello que nos importa.
Yo no es que esté en contra de Pink Floyd; lo que me pone los pelos de punta es esta moda, contemporánea y ruin, de que los herederos saquen a relucir las intimidades de sus parientes inmortales. Sobre todo cuando lo que cuentan son ciertas pequeñeces de entrecasa que los muertos, quizás, han querido preservar o esconder.
Hay muchas maneras de disfrazar nuestra mediocridad doméstica. La más difícil de todas, está claro, es acabar siendo un genio. Los pocos que logran escribir un par de poemas inolvidables, o pintar cinco cuadros gloriosos, o patear todos los tiro libres al ángulo, o componer tres canciones de las llamadas clásicas, deberían tener eternamente perdonado si en vida mearon la tabla del inodoro, o si votaron a la derecha, o si un día atropellaron a una vieja en el auto y después se dieron a la fuga. Esta regla debería estar en Código Civil, junto con las demás cosas importantes del mundo:
Artículo 4º: A nadie le importa conocer las mezquindades domésticas de los muertos célebres, y los herederos que hagan públicas estas anécdotas serán castigados con penas de dos a cinco años de prisión. Archívese.
Es que hay tanto idiota defendiendo a los koalas de la extinción, a los pingüinos del petróleo, a los africanos de la sed, etcétera, que me da rabia que nadie lo defienda a Borges de su viuda. Porque, si bien es algo tácitamente consensuado esto de que a los genios se les perdona todo, parece ser que los herederos lo han olvidado, y van sacando trapitos al sol cada vez que se les pone un micrófono en la trompa. E incluso cuando no se lo ponen (al micrófono) ellos lo buscan para poder hablar.
Si a Borges le gustaba Pink Floyd, yo creo que tuvo veinte años para decirlo. Y si no lo dijo nunca, por algo habrá sido. Lo mismo, aunque más grave, pasó hace una década con la hija de Piazzolla, a la que se le ocurrió decir barbaridades sobre su padre en un libro llamado "Astor". No tengo el libro a mano para ser literal como debiera, pero recuerdo que la tilinga chusmeaba lo siguiente:
—El día que murió mi abuelo, Astor estaba en Nueva York, y ni siquiera tuvo la delicadeza de enviar flores al entierro de su padre.
Por supuesto que no. El pobre se entretuvo llorando en la pieza de un hotel mientras componía Adiós Nonino, quizá la obra más hermosa del siglo veinte, y se le pasó lo más importante, que es mandar flores a un velorio que se estaba desarrollando en Mar del Plata. Si Piazzolla hubiese elegido bajar a la calle y comprar una corona de crisantemos para su padre, en lugar de ponerse a componer, hoy tendríamos una histérica menos y un agujero todavía más grande en la música contemporánea.
Peor las novias¿Por qué tengo que guardar esto en la memoria? ¿Por qué, si no me importa? Y lo más triste es que tengo más: hace un par de años Marina Picasso estaba aburrida en su casa y no se le ocurrió mejor cosa que escribir (ella también) un libro que nadie le pidió. Lo único que había hecho hasta entonces Marina Picasso con su vida había sido gastarse la plata de su abuelo Pablo. El libro está en la calle, todavía no fue censurado y se llama, cómo no, "Picasso, Mi Abuelo". En él Marina narra, sin que le tiemble el pulso, que Picasso no era lo que se dice una buena compañía para una nieta, que no la sacaba a pasear al parque, que no le cantaba el Arroz con Leche y que nunca la subió a caballito en los desfiles cívico-militares. ¡Y a mí qué me importa!
Mi abuelo Salvador Casciari, que en paz descanse, me llevaba a pescar todos los domingos, me armaba barriletes con caña y papel manteca, me daba de tomar vino de misa mezclado con azúcar y yema de huevo y era el mejor amigo que un chico de nueve años puede tener, y no por eso voy a escribir un libro que se llame: "Mi abuelo era un inútil pintando cuadros cubistas".
Hace algunos meses, una señora que supuestamente fue novia de Dalí (antes de que el catalán conociese a Gala), ha dicho por la televisión que el genio de Cadaqués estaba obsesionado con el sexo "porque era impotente" y, atención, que además "tenía un micropene". ¿Qué cambia en el mundo a causa del micropene del pintor? Nunca faltará un gracioso que reinterprete el porqué de los relojes blandos, sí. Pero exceptuando eso, ¿qué cambia? ¿No sigue siendo la vida algo mejor gracias a que Dalí pasó por ella revoleando los pinceles? Quizás, si el catalán hubiese tenido una poronga gigante como la de Darío Grandinetti, en vez de murales maravillosos ahora tendríamos más películas de Subiela. Dios nos libre y nos guarde.
Es probable, pienso ahora, que incluso sean más peligrosas las novias de la juventud que las mismísimas viudas o nietas o hijas de los genios, a la hora del "no me importa". Las novias de la juventud son ésas que dicen haber estado con, pero que no presentan pruebas. Porque las viudas, más que más, presentan una dosis de respeto o de consideración. En cambio las que no lograron cazar al genio, además de veneno chismográfico, escupen vil resentimiento.
No hace mucho se paseó por las redacciones del mundo Edith Aron, una señora francesa muy fea que asegura haber sido la mujer que, en los años cuarenta y siendo noviecita de Cortázar, inspiró al escritor para su personaje La Maga. Esto no es lo malo; lo malo es que la guacha lo cuenta como con lástima, con un cierto desdén, dejando claro siempre que ella nunca estuvo enamorada de él, sino al revés. Será perra.
En una entrevista reciente un periodista le pregunta:
— ¿Cortázar era tan buen mozo como se ve en las fotos, Edith?
Y ella, la ingrata, la gorda, la fea, contesta:
—Bueno, de chico tuvo un problema en las glándulas... Después se hizo operar y sólo entonces le creció la barba. Por otra parte, no podía tener hijos. Y era demasiado intelectual. Incluso usaba anteojos de joven sin necesidad.
Escuchemé, señora —me dieron ganas de decirle—: este hombre la inmortalizó a usted. Este buen señor la debía querer mucho para componer un personaje femenino inmortal basándose en su cara de foca. Por lo tanto, si nadie la consulta usted mejor no abre la boca, y si en el futuro alguien le pregunta si Cortázar era buen mozo, lo que usted tiene que hacer es decir: "Sí, era un churro bárbaro" y cerrar el orto con candado.
Lo público y lo privadoEl hijo de Camilo José Cela, que se llama igual que su padre, y su última esposa, que se llama Marina Castaño, vienen protagonizando desde hace años, en la prensa española, un novelón patético para ver quién la tiene más grande (a la herencia). Don Camilo aparece en la tele tantas veces como Enrique Iglesias, y por motivos igual de superficiales. Debe ser el escritor más nombrado y menos leído de la península, por culpa de su descendencia conventillera.
Desde hace un año se ha sumado al folletín una señora que dice haber sido la mucama de Cela, y que ha sacado a relucir las dedicatorias privadas que el Premio Nobel gallego escribía a su segunda esposa, diciéndole cosas como por ejemplo "este libro es para ti, analfabeta, a ver si aprendes a leer" y otras divertidas ironías de entrecasa que la prensa quiere hacernos ver como violencia doméstica.
Toda esta lista de mezquindades que nadie quiere escuchar se amplifica todo el tiempo, y no es necesario estar pendientes de la prensa o de la televisión. La información que no nos interesa, el chisme vil, la frontera indeseada entre lo público y lo privado puede asaltarnos durante un viaje en taxi, si el chofer tiene la radio encendida. No hay modo de librarse de esto, ni forma de prevenirlo.
"¡Pero es que a mí no me importa!" debería ser una frase que (dicha a tiempo o a destiempo, en el momento de recibir la información o más tarde en el baño de casa) borrase de nuestro cerebro aquello que no hemos querido oír, o ver, o leer.
La última voluntad de todo el mundo no debiera ser "entiérrenme aquí o allá", ni debería ser "déjenle el piano al Museo de la Música". No. La última voluntad de todos nosotros debería ser: "Que los que se quedan vivos no abran la boca, porque a los demás no les importa". Que se callen las antiguas novias, que no cuenten nada los nietos sobre los abuelos célebres, que no vayan a la tele las esposas despechadas ni las exhibicionistas, que la descendencia labure; sobre todo eso: que los herederos se rompan un poco el lomo si quieren mantener el presente de reyes que el muerto les daba en vida.