Por Jorge Fernández Díaz
Un gerente piensa que el arte y la política pueden gerenciarse. Así como un editor piensa que hasta cierto punto la vida puede editarse como un diario o un noticiero de televisión. Un viejo editor me dijo alguna vez: “El matrimonio es una larga crisis que se administra. Por más que estemos en el peor momento, un beso antes de dormirse, un beso al despertar y un ramo de flores los domingos. Si usted sabe editar la realidad, puede también editar su matrimonio”. Se refería a la posibilidad de manejar los tiempos y las cosas, desechando lo inconveniente y resaltando lo necesario.
Ojalá fuera cierto, pero la verdad es que nadie puede editar la vida, y que es infinitamente difícil gerenciar una pasión. Se la puede administrar, no voy a negarlo. Se pueden hacer negocios editoriales y pictóricos, pero esas operaciones del mercado nada tienen que ver con gerenciar el arte, que está hecho de la materia de los sueños y que es, por lo tanto, ingobernable.
No digo que la política sea asimilable a la literatura o a la pintura, pero les aseguro que también es un arte mayor y que su praxis necesita una vocación tan profunda y absorbente como la que se autoimpone cualquier artista verdadero.
En veinticinco años de periodismo no he conocido a un solo dirigente de primer nivel que no fuera un animal político. Un hombre sin tiempos libres, un enfermo de la materia que domina. Como esos cracks futbolísticos que al evocar su infancia solamente se recuerdan jugando a la pelota, día y noche, con una de cuero, con un bollo de papel o con una chapita, obsesionados gozosamente por desarrollar su vocación profunda. O como esos adolescentes que, abstraídos, se olvidaban de comer, de estudiar y hasta de dormir tocando como posesos la guitarra o el piano, o dibujando o escribiendo en cuadernos o en reveses de facturas contables. Las vocaciones volcánicas borran al hombre del mundo, ponen en suspenso a sus familias y a las necesidades mundanas, y, como todo acto de amor torrencial, son un acto de obsesión. Nadie llega a la primera fila de las butacas sin ese fuego sagrado.
Comparar la política real con la política corporativa de las empresas es, por lo tanto, un malentendido amargo. La política, por más gurúes y politicólogos que valgan, resiste las reglas del management ortodoxo y de la ciencia pura. En el mundo de los negocios, uno más uno es dos. En política, como todo el mundo sabe, no necesariamente dos más dos son cuatro.
Toda esta introducción viene a cuento de un hecho indiscutible: la actual oposición tiene entre sus filas a muchos hombres de empresa. Muchachos por lo general bienintencionados que se han pasado, no hace mucho, a la política creyendo que ésta sólo necesita buenos gestores.
Los no políticos son hombres de ideología pasteurizada, que igualmente merodean las posiciones de “centro” y el libre mercado, y que han comenzado a meterse en el barro de la historia.
A unos, los resultados electorales de octubre los dejaron nocaut. A otros, los pusieron muy nerviosos: deben realizar ahora lo que prometieron en la campaña. Sólo a Elisa Carrió, para la cual hubiera sido una tragedia ganar y tener que hacerse cargo del barco, abandonando los cómodos camarotes de la indignación, este período de cristinismo se le presenta plácido y apetitoso. Los demás, incluso los nuevos referentes de ARI, tienen en la boca el regusto agrio de la decepción y del miedo. No lo dirán nunca en público, pero así están los opositores políticos en la Argentina de hoy.
Se sienten, en el fondo de sus corazones, injustamente derrotados por “políticos mediocres” y “burócratas clientelísticos”. Ellos, los príncipes de la nueva política, eficientes y limpios, pasaron por la universidad y conocen el mundo: son muy viajados. “¿Cómo puede ser que nos derroten estos políticos de cabotaje, estos impresentables de siempre?”, se preguntan.
Algunos de estos gerentes de la nueva política duermen con la valija cerrada al lado de la cama. Están siempre listos para volver al sector privado rumiando una queja: “Soy demasiado bueno y honesto para la política”.
Olvidan que los verdaderos militantes políticos no tienen dónde volver, porque pertenecen, en cuerpo y alma, a la lucha política. Porque no podrían hacer otra cosa, porque nacieron para eso, porque quemaron las naves. Un gerente es demasiado cerebral y tiene demasiado “sentido común” para quemarlas.
Un militante se mide no por cómo reacciona ante una victoria, sino por cómo se recupera de las derrotas. ¿Se recuperarán estos muchachos o tomarán la valija y volverán, sanos y salvos, a casita?
Necesitan un examen profundo para entender lo que les ocurre. Son amateurs jugando a ser profesionales. No dominan del todo la materia y, en el fondo, la desprecian un poco. Toda la nueva oposición está llena de estos personajes tiernitos y bienintencionados: aves de paso queriendo comerse crudas a las fieras.
No se le puede enseñar política a un negado, así como no se le puede enseñar música a quien no tiene oído. Entender la política, entenderla de verdad, es un don: se tiene o no se tiene. Es un saber que no se adquiere en los libros ni en los claustros. Se adquiere en la calle y con las entrañas.
Pero el ser humano desarrolla las habilidades que necesita, de manera que no todo está perdido. La nueva oposición está llena de sordos y zoquetes. Hay muy pocos afinados y casi ningún oído absoluto. Pero tiempo al tiempo.
Luego, por supuesto, está todo ese asunto de los personalismos. En la Argentina, todo gira en torno de tres o cuatro dirigentes que lucen bien en los programas del cable, que suelen ser bastante autoritarios dentro de sus propios partidos y que no saben adónde van. Quiero decir, parecen poseer grandes convicciones y son buenos “tribuneros” (no deberían quejarse tanto del atril, porque ellos lo llevan incorporado), pero carecen de paciencia y flexibilidad para armar partidos políticos consistentes, con alas izquierdas y derechas, con democracia interna y participación.
Descaradamente personalistas, un día tienen tres millones de votos y otro día no tienen nada. Poseen una extraña alergia, que les contagiaron los encuestadores y la “opinión pública” más ramplona de los contestadores automáticos de las radios, que consiste en creer que toda alianza es la Alianza, o sea, un rejunte invertebrado e incoherente que fracasa gobernando. Y también que todo pacto político es el Pacto de Olivos, es decir, un contubernio para repartir favores.
Pero hagamos nombres propios: si Carrió y Ricardo López Murphy hubieran entendido de verdad la política, habrían recreado el espacio histórico electoral de la Unión Cívica Radical. Pero como no la entienden, terminaron en esta nada insípida, inodora e incolora, oposición para la gilada televisiva, que no puede juntar porotos y que no logrará ponerle freno a la hegemonía.
La Alianza era una bolsa de voluntades dispersas y el Pacto de Olivos era un contubernio, pero el peronismo es una bolsa del mismo estilo, aunque verticalista cuando se juega en serio, y el Pacto de la Moncloa era, al fin y al cabo, un acuerdo político, aunque con buena prensa.
Algo tiene para enseñarle el oficialismo a la oposición. Para empezar, su voluntad de poder. El peronismo no tiene un puñadito de dirigentes destacados: tiene cien candidatos potables en las gateras, con ganas de comerse la cancha. No es dogmático y principista: acoge en su seno a hombres ubicados en las antípodas ideológicas, aunque dispuestos, por las buenas o por las malas, a aguardar su turno y a trabajar coordinadamente cuando la tormenta arrecia y cuando el que manda tiene claro el horizonte y buena sintonía con la mayoría electoral. Casi nadie, por cuestiones del pasado, queda fuera del colectivo, y nadie se rasga las vestiduras por hacerse amigo de un enemigo de antes, o por codearse con un dirigente que piensa el país desde la otra orilla.
El radicalismo posmoderno tuvo estómago delicado, y así lo pagó. No pudo tolerar las diferencias internas y expulsó de sus filas a los opuestos, que a su vez se transformaron en estómagos delicados incapaces de digerir las mínimas discrepancias. Y así hasta el infinito. Es decir, hasta la atomización y la anécdota. Como la izquierda argentina, una diáspora interminable y minoritaria con dirigentes inflexibles que se pelean por palabras vacías.
Sin dominar la materia, sin vocación ni visión política, sin sentido común, sin pragmatismo y sin humildad, sin capacidad para acordar lo mínimo ni para construir una idea, la oposición se juega en una comuna, es decir, en una baldosa.
Hasta Néstor Kirchner está decepcionado de la oposición. Admite, a regañadientes, que ninguna democracia exitosa económica e institucionalmente prospera con partido único y sin alternancias ni bipartidismo. Sabe que, si no evoluciona por afuera, una oposición de centroderecha surgirá tarde o temprano del propio peronismo y que sobrevendrán como siempre la crueldad, el destripamiento, la lucha sin cuartel y la amnistía y, al final, la cohesión. La guerra peronista hace temblar a los peronistas que detentan el poder, porque saben que del otro lado no hay muchachos testimoniales con la valija armada al lado de la cama, sino políticos con hambre que quieren cambiar la historia.
Sólo se cambia la historia con ese apetito insaciable, con esa pasión que un frío gerente no puede gerenciar. Tal vez ni siquiera pueda comprender.
La nueva política no puede madurar en manos de los no políticos.
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