Por José Natanson
Quizás el famoso aforismo del editor venezolano Rafael Poleo sea exagerado (“En este país no hay buenos y malos gobiernos sino buenos y malos precios del petróleo”), pero ni los chavistas más fanáticos podrán negar que la economía venezolana es una típica economía rentista.
Más parecida a la de Nigeria o Arabia Saudita que a la de potencias agroalimentarias con ciertos niveles de industrialización como Brasil y Argentina, Venezuela exporta prácticamente un solo producto (en 2011 el 90 por ciento de sus exportaciones y el 48 por ciento de sus ingresos fiscales provinieron del petróleo o derivados) a básicamente un solo país (el 44 por ciento se dirigieron a Estados Unidos, donde Pdvsa tiene tres refinerías, incluyendo la gigantesca de Lake Charles).
El auge de los precios de los hidrocarburos terminó de ahogar al sector agrícola de las llanuras venezolanas, que en su momento supo ser pujante, y asfixió cualquier actividad productiva, a punto tal que hoy Venezuela importa, sobre todo de Estados Unidos y Colombia, casi todo lo que consume, empezando por el 70 por ciento de los alimentos.
La soja, el petróleo argentino, no es una actividad rentista derivada de un recurso extractivo sino una actividad productiva (a la soja hay que sembrarla y cosecharla) generada a partir de un recurso renovable (el suelo). Su incidencia en la estructura económica es por supuesto relevante, pero menor a la del petróleo en Venezuela: el complejo sojero explica el 25 por ciento de las exportaciones, que se estiran al 35 si se suman otros cultivos, y menos del 13 por ciento de los ingresos fiscales. Las exportaciones argentinas incluyen también al poderoso sector automotor (12,7 por ciento del total) y no se concentran en un solo destino, sino que se dividen entre el Mercosur (básicamente Brasil), China (hoy el segundo socio comercial), Estados Unidos y Europa. Además, Argentina cuenta con una industria textil (aunque acotada), economías regionales (aunque algunas hoy en crisis), un incipiente sector de industrias culturales y turismo, segundo generador de divisas. En suma, un panorama económico más diversificado y moderno que el de Venezuela.
La trayectoria económica de los últimos años también es diferente. Desde el inicio del boom de los commodities en 2002-2003, algunos países latinoamericanos atravesaron un ciclo de bajo crecimiento y baja inflación (Brasil, Chile), otros alto crecimiento y alta inflación (es el caso de Argentina) y otros baja inflación y alto crecimiento, aunque muy desigual (Perú). Venezuela es un caso único de crecimiento moderado (3,7 promedio en la última década según la Cepal) y alta inflación.
Los límites a la compra de dólares comenzaron a implementarse en Venezuela con el paro petrolero de 2003, que paralizó la producción y frenó el ingreso de divisas. El resultado fue la consolidación de un mercado que cotiza el dólar negro (allí lo llaman “lechuga”) al doble que el oficial. Las restricciones aquí se iniciaron más tarde, como resultado de la segunda fase de la crisis mundial, y generaron un dólar (“blue”) un 30 por ciento más alto que el oficial. Aunque ambos gobiernos impusieron controles ausentes otros países de la región, la diferencia es que en Venezuela rige un sistema de doble tipo de cambio consolidado y explícito, con un valor para los productos de primera necesidad y otro para el resto, que la brusca devaluación ordenada en 2010 no hizo más que afianzar, mientras que en Argentina el doble tipo de cambio es incipiente y con una trayectoria de devaluación suave.
La cuestión de las estatizaciones, que a su vez remite al tipo de Estado que cada gobierno tiene en la cabeza, también permite apreciar los contrastes. En Argentina, las estatizaciones respondieron, en una primera etapa, a flagrantes incumplimientos contractuales (Thales Spectrum, Aguas Argentinas), sospechas fundadas de corrupción (los pasaportes de Siemens) o la necesidad de garantizar la prestación de un servicio considerado esencial (Aerolíneas, Correo Argentino). En otras palabras, estatizaciones episódicas y puntuales, dictadas más por las necesidades de gestión que como resultado de una estrategia deliberada. La segunda etapa, ya bajo la gestión de Cristina, fue un paso más allá, aunque no en el sentido de la vuelta del “Estado empresario” que algunos creen ver: incluyó las jubilaciones, que no es un resorte productivo sino financiero (y, para colmo, más bien esotérico, pues las AFJP no eran bancos) y luego YPF, cuya explicación también habrá que buscarla en cuestiones financieras (el alarmante déficit de la balanza energética) y que no resulta en absoluto exótica: de hecho, en casi todos los países del mundo la principal empresa petrolera está bajo algún tipo de control estatal.
Las estatizaciones de Chávez también reconocen dos etapas. La primera se inició en mayo de 2007, luego de que arrasara en la campaña por su reelección, con el anuncio de la nacionalización de las empresas privadas que operaban en los campos petrolíferos de la Faja del Orinoco, los más grandes de Occidentes. Todas las compañías –salvo la estadounidense Exxon Mobil, que litigó y perdió en los tribunales internacionales– llegaron a acuerdos con el gobierno.
La segunda etapa fue más allá del petróleo e incluyó la siderurgia, el cemento, las telecomunicaciones, la electricidad, algunas empresas alimentarias que aumentaban los precios y algunos bancos, entre ellos la filial venezolana del Santander. Pero, más allá de una lista que en sí misma no dice mucho, lo interesante es señalar que la primera oleada nacionalizadora chavista asumió un carácter clásico (un Estado monoproductor apropiándose de su casi único recurso económico), mientras que la segunda tuvo un espíritu más, digamos, nacionalista: vagamente inspirada en el industrialismo de los ’50, la estrategia apunta a que el Estado tome el control de lo que antes se definía como “industrias fundamentales”.
La intervención pública no se limita, como en Argentina, al manejo de las variables macroeconómicas, los programas de estímulo y la energía, sino que apunta a controlar los resortes fundamentales de la producción (hidrocarburos, cemento, siderurgia) para desde allí orientar el rumbo económico del país.
El origen de la refundación institucional venezolana está marcado por el traumático fin del período del Punto Fijo, que se tramitó dramáticamente, con una masiva pueblada, el Caracazo, seguida por una represión sangrienta, dos intentos de golpe de Estado, el juicio político a un presidente (Carlos Andrés Pérez) y la llegada al poder de un outsider (Chávez). A diferencia de Argentina, donde el peronismo, los sindicatos y buena parte de la estructura institucional se mantuvieron bastante intactos, en Venezuela todo el sistema voló por los aires. Quizás por eso, el tránsito al pos-neoliberalismo incluyó, como más tarde en Bolivia y Ecuador, una refundación institucional ausente en países como Argentina o Brasil. Su eje fue la Constitución Bolivariana de 1999, orientada básicamente a incorporar a un sector hasta el momento excluido del contrato social entre los ciudadanos y el Estado. Como señala sagazmente Federico Vázquez en Le Monde diplomatique, la temprana democratización argentina y la ampliación de los derechos sociales durante el primer peronismo sitúan a nuestro país en un lugar distinto, como si la reforma bolivariana se hubiera hecho aquí... en 1949.
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