La revolução no pierde gas. Si el lunes salieron a las calles 250.000 brasileños, el jueves las protestas reunieron a más de un millón. Y eso a pesar de que los alcaldes de numerosas ciudades ya habían aceptado reducir el precio del transporte público, la demanda que encendió la mecha de las movilizaciones primero en São Paulo y después en el resto del país.
En horario de máxima audiencia, viernes a las 21:00, la presidenta se ha dirigido a la nación a través de un mensaje de 10 minutos que había sido grabado por la tarde. Tal vez por tratarse de un vídeo enlatado, y porque Dilma no tiene el carisma de Lula, al discurso le ha faltado naturalidad y frescura. Pero seguramente el pueblo habrá agradecido que su gobernante dé la cara en vez de esconderse.
El contenido, necesario aunque poco novedoso, es un resumen de la estrategia con la que Dilma pretende afrontar esta crisis a menos de un año y medio de las próximas elecciones:
- Empatía. La presidenta dice comprender a quienes protestan y elogia su causa: “Las manifestaciones muestran la fuerza de nuestra democracia y el deseo de la juventud de hacer que Brasil avance [...] Los manifestantes tienen el derecho y la libertad de cuestionar y criticar todo, de proponer y exigir cambios, de luchar por más calidad de vida, de defender con pasión sus ideas y propuestas”. Y les recuerda que ella también peleó por lo suyo: “Mi generación luchó mucho [durante la dictadura] para que la voz de las calles fuese escuchada. Muchos fueron perseguidos, torturados y murieron por eso”.
- No al vandalismo. Entender a los manifestantes no significa pasar por alto los excesos. “Si dejamos que la violencia nos haga perder el rumbo, no sólo estaremos desperdiciando una gran oportunidad histórica, sino también corriendo el riesgo de perder mucho”, ha advertido Dilma. “El Gobierno y la sociedad no pueden aceptar que una minoría violenta destruya el patrimonio público y privado, ataque templos, incendie coches, apedree autobuses [...] No podemos convivir con esa violencia que avergüenza a Brasil”.
- Contra la anarquía. Tampoco le agradan las acusaciones de que ella y los demás políticos son el origen de todos los problemas. “Es una equivocación creer que cualquier país pueda prescindir de los partidos y, sobre todo, del voto popular, base de cualquier proceso democrático”. En otras palabras: no hay que destruir el sistema, sino reformarlo.
- Mando. La heredera de Lula ha recordado quién lleva el timón: “Soy la presidenta de todos los brasileños, de los que se manifiestan y de los que no se manifiestan”.
- Diálogo. Desde ese papel central, en los próximos días se reunirá tanto con gobernadores y alcaldes como con los líderes de las protestas y representantes de organizaciones juveniles, sindicatos, movimientos de trabajadores o asociaciones populares. (Es decir, algunas de las fuerzas que pueden decidir su reelección en 2014).
- Pragmatismo. Ya que las marchas parecen imparables, vale la pena sacarles el máximo jugo posible. “Tenemos que aprovechar el vigor de estas manifestaciones para producir más cambios que beneficien al conjunto de la población brasileña”, ha propuesto Dilma, en una jugada bastante complicada para intentar revertir la situación a su favor.
- La culpa es de otros. La presidenta ha atribuido los problemas a las “limitaciones políticas y económicas” del país. Sin decirlo abiertamente, ha insinuado que si no puede llevar a cabo sus planes es porque otros políticos no le están dejando. Igual que Barack Obama, que suele señalar con el dedo al Capitolio cuando sus iniciativas se estancan, Dilma ha dejado caer que los diputados y senadores serán culpables si no sale adelante su propuesta de invertir en educación el 100% de los beneficios del petróleo. “Confío en que el Congreso Nacional aprobará el proyecto que presenté”, ha dicho.
- Los corruptos son otros. Dilma ya ha cortado las cabezas de un buen puñado de ministros y altos cargos envueltos en tramas sospechosas. Está empeñada afianzar esa imagen de gobernante implacable con los negocios turbulentos: “El mensaje de las calles reivindica un combate sistemático a la corrupción. Todos me conocen, a eso no renuncio”.
- El fútbol, pegamento nacional. La (escasa) parte emotiva del discurso ha quedado para el final. Con mano izquierda, la presidenta ha mostrado su disgusto por los disturbios en plena Copa Confederaciones y ha apelado al orgullo nacional: “No puedo dejar de mencionar un tema muy importante que tiene que ver con nuestra alma y nuestra forma de ser. Brasil, único país que ha participado de todos los Mundiales, cinco veces campeón, siempre fue muy bien recibido en todas partes. Necesitamos dar a nuestros pueblos hermanos la misma acogida generosa que hemos recibido de ellos. Respeto, cariño y alegría, así es como debemos tratar a nuestros huéspedes. El fútbol y el deporte son símbolos de paz [...] Brasil merece y va a hacer un gran Mundial”.
- Brasil de todos. Lula llegó al poder hace una década bajo la promesa de “construir un Brasil más solidario y fraterno, un Brasil de todos”. Ahora, ante un escenario completamente distinto, su ahijada política propone una variación de la misma receta: “Vamos a seguir construyendo juntos este nuestro gran país”.
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