Por Marcos Aguinis
El 30 de agosto ha sido proclamado por las Naciones Unidas Día Internacional de los Desaparecidos. Es el reconocimiento, la revelación o manifestación pública (epifanía), pero de una conducta perversa que practica la humanidad desde hace miles de años y ha elevado su vigencia desde el siglo XX.
Los argentinos creíamos haber sido los tristes campeones de esta práctica y hasta se dio difusión universal a la palabra “desaparecido”, así, en castellano. Teníamos razones de peso.
Los “desaparecidos”, durante las represiones a la guerrilla latinoamericana realizadas por gobiernos autoritarios y por dictaduras, alcanzaron resonancia global merced a películas como La historia oficial, dirigida por Luis Puenzo, y Missing, dirigida por Costa-Gavras, además de denuncias internacionales y la tenaz labor de las organizaciones que defienden los derechos humanos. Esa peste nos hirió el alma y, si bien ha cedido casi por completo después de recuperadas las democracias, sus efectos han sido tan profundos y deletéreos que aún perturban los esfuerzos de reconciliación. Se calcula que en sólo dos décadas, entre 1966 y 1986, desaparecieron por estos conflictos armados unas 90.000 personas en Guatemala, El Salvador, Honduras, México, Colombia, Haití, Perú, Bolivia, Brasil, Chile, Uruguay y la Argentina.
Pero ni los argentinos ni los latinoamericanos inventamos los desaparecidos, como dije al empezar. En la antigua Roma ya se practicaba la damnatio memoriae, que era una condena aplicada a elites y emperadores. Si caían en desgracia, podía expropiárseles sus bienes, borrar sus nombres de todos los documentos y destruir sus estatuas. Los casos no fueron muchos y los historiadores tienen dificultad para identificarlos. Un lejano antecedente milenario podría ser el exterminio de quienes adhirieron al faraón Akenatón, quien impuso la adoración del sol como símbolo de un dios único y algunos de cuyos sacerdotes pudieron haber influido sobre Moisés. Mucho más adelante, el Dux número 55 de Venecia, Marino Faliero, fue condenado a la damnatio memoriae luego de un fallido golpe de Estado.
La práctica de hacer desaparecer a los indeseables, sin límites ni pudor, recién fue impuesta de forma sistemática después de la revolución bolchevique, por Stalin. Cuando un político, un artista o un científico perdía las simpatías del régimen, era arrestado, torturado, obligado a firmar falsas autocríticas, enviado a un campo de concentración hasta morir, o asesinado pronto y luego borrado con obsesiva prolijidad de enciclopedias, documentos, bustos, estatuas, fotografías y hasta películas, como si nunca hubiese existido. Quienes pretendían reivindicarlos seguían el mismo sendero infernal. Tanto terror obligó al sometimiento colectivo y a una resignación sin precedente. El implacable procedimiento ni siquiera pudo ser eliminado del todo por Khruschev, porque durante su gobierno el propio Stalin y algunos de sus fieles también empezaron a ser borrados, a “desaparecer”. Igual técnica se aplicó a millares de personas en la China de Mao y demás países comunistas, incluida la Cuba de Fidel, donde la disidencia ha logrado reunir fotos en las que aparecían personas junto al líder, que, después de ser asesinadas, también lo eran en esas fotos, porque sencillamente quedaban difuminadas con un arte merecedor de mejores causas.
Ni hablar de los centenares de miles de desaparecidos durante las expropiaciones forzosas, las expulsiones étnicas, las purgas y el genocidio social (nobles, burgueses, pequeñoburgueses, obreros y políticos) enterrados en fosas comunes o abandonados para alimento de los buitres en las vastas porciones del planeta que logró controlar el leninismo-stalinismo.
En España se introdujo la modalidad de las desapariciones durante la Guerra Civil (1936-1939). Aún no se sabe dónde se encuentra la tumba de Federico García Lorca y sus compañeros asesinados sin juicio previo en los inicios de la sangrienta conflagración. En muchos sitios se han abierto fosas comunes. En Badajoz, Extremadura, los fusilamientos fueron tantos que los cadáveres amontonados junto a los muros del cementerio debieron ser quemados por falta de lugar, y en las llamas se abrazaron los restos mortales de carabineros, milicianos, militares profesionales y gente del pueblo, cuyos nombres no interesaban en ese festival de la muerte.
Nadie se ocupaba de anotar el nombre de los condenados. Junto a una nueva carretera en Ponferrada, por ejemplo, hay un cartel que dice “coto de caza”. Durante años los vecinos solían acudir al lugar, rezar y distribuir ramilletes de flores; pese al cartel, los cazadores evitan hasta el día de hoy hollar con sus botas la tierra donde se calcula que yacen centenares de desaparecidos.
En la Segunda Guerra Mundial, la cifra de desaparecidos se disparó. Pese a la obsesión de registro que tenían los nazis, se llevó a cabo la operación llamada Nacht und Nebel (noche y niebla) para asegurar la desaparición de millares de personas que eran arrestadas sin aviso, asesinadas enseguida o enviadas a campos de concentración de los que nunca podrían salir. La práctica de arrasar con poblaciones enteras y el genocidio sistemático de adversarios políticos, judíos y gitanos sembró de cadáveres el continente europeo hasta un vértigo sin precedente.
Pero la humanidad no aprende. Las desapariciones forzosas continuaron. No sólo en los países comunistas, sino que se hicieron presentes en las absurdas guerras étnicas, tribales y religiosas de Africa. En Argelia, el severo conflicto entre los islamistas y el gobierno secular produjo 150.000 asesinatos que incluían el degüello de niños y las permanentes acciones de venganza en una y otra dirección. Se estima que aún hay 7000 desaparecidos, de quienes nada se sabe. El mundo fue sacudido por el millón de muertos que dejó como saldo la apabullante guerra entre hutus y tutsis, pero aún sigue latiendo en la sangre de ambas comunidades un número impreciso de gente que se “evaporó” de este mundo.
Si saltamos al Cáucaso, hubo asesinatos a mansalva durante las rebeliones y represiones de 1994-1996 en Chechenia. Desde el año 1999, el número de asesinatos y desapariciones no cesa de aumentar.
La guerra en la ex Yugoslavia, que horrorizaba ante las narices impotentes de la Unión Europea, no empezó a ser frenada sino cuando intervino el presidente Clinton con la asistencia de la OTAN. Perspicaz, Clinton había dispuesto no llevar el asunto a las Naciones Unidas, donde Rusia, aliada de Serbia, vetaría las acciones que podían detener el genocidio liderado por el fanático Milosevic. Las matanzas de musulmanes en Bosnia fueron bloqueadas por las fuerzas cristianas, los “satánicos occidentales” de la OTAN, dato que no suelen tener en cuenta los islámicos fundamentalistas. Fueron tan abrumadores los abusos que aún prosiguen las investigaciones sobre miles de restos mortales sin identidad. Sólo en Sbrenica se han realizado estudios de DNA sobre 10.000 porciones de cadáveres.
El atroz panorama se extiende por Asia. Durante las manifestaciones estudiantiles que estallaron, en 1999, en la República Islámica de Irán se detuvo a centenares de personas, pero setenta estudiantes ingresaron en la lista de los desaparecidos. Desde entonces, nada se ha podido saber de ellos. Denuncias ante las Naciones Unidas se refieren, además, a la desaparición de escritores y periodistas disidentes. Las desapariciones se practican en muchos otros países asiáticos, cuyo detalle no cabe en este artículo, y ni siquiera se salva el distante Nepal, donde la guerrilla maoísta ha hecho desaparecer alrededor de 200 personas en el último año.
Vale la pena destacar que la catástrofe de los desaparecidos se expande donde no existe libertad de prensa. Cuando reina una sólida democracia, este fenómeno pronto es denunciado y la denuncia genera soluciones.
Pero no sólo queda por delante el desafío de impedir nuevas desapariciones, sino esclarecer las cometidas hasta ahora. Por eso, nada más ilustrativo y conmovedor para cerrar estas dolorosas reflexiones que la tragedia de Raoul Wallenberg, quien luchó como un titán para impedir la desaparición de decenas de miles de personas y también es, hasta el presente, un desaparecido.
Sintetizo la historia. En la primavera de 1944 Hitler ya había aniquilado a millones de los judíos europeos, pero se venían salvando los que quedaban en Hungría merced a la relativa protección que les deparaba el contradictorio régimen de Horthy. Adolf Eichmann alejó a Horthy e inició alocadas deportaciones. A mediados de ese año, llegó a Budapest el joven diplomático sueco Raoul Wallenberg. Sólo quedaban poco más de 200.000 sobrevivientes y comenzó a repartir pasaportes con riesgo de su vida. Llenó sus oficinas de voluntarios que trabajaban día y noche, él no dormía más de 4 horas. Con audacia y persuasión temerarias consiguió esconder judíos en hospitales, escuelas y conventos. Corría a las estaciones donde hacía detener los trenes de la muerte con la excusa de que había suecos en su interior y lograba sacar decenas de personas en cuyos bolsillos deslizaba documentos salvadores. Los húngaros nazis le quitaron el auto, dispersaron a sus colaboradores y empezaron a matar judíos en sus propios refugios. Wallenberg trepó a una bicicleta, buscó y logró reunir a sus colaboradores en un sitio más seguro. Convenció al jefe de policía de proteger su nuevo lugar de trabajo. Se enteró de que el comandante en jefe de las tropas alemanas planeaba hacer explotar el gueto y le gritó que sería colgado si llevaba a cabo esa acción. El general, impresionado por la firmeza de Wallenberg, abortó el operativo. En enero de 1945 ingresó en Budapest el ejército soviético. Wallenberg había cumplido la proeza de salvar alrededor de cien mil personas. Pero el 17 de enero fue detenido por los “libertadores” y nunca más se supo de su destino. Hasta el día de hoy sigue en el misterio su final y el sitio donde reposan sus restos. Es un indignante emblema de los desaparecidos, de la injusticia y el absurdo que ensucia el alma del género humano.
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