miércoles, agosto 29, 2007

Entrevista con Arnon Grunberg


Si bien es aún un extraño en nuestro país, el escritor holandés recibió ya una veintena de premios y, con tan sólo 36 años, publicó una decena de novelas y consiguió consagrarse en toda Europa con una literatura corrosiva y delirante. Comparado con Salman Rushdie y Michel Houellebecq, en esta charla exclusiva el multifacético novelista cuenta que se incorporó al ejército holandés para conocer Afganistán, y aceptó trabajar como reportero para entrar en la base naval de Guantánamo. Próximamente, asegura, trabajará en un hotel alemán, para nutrirse de historias de gente corriente.


Artífice de una narración corrosiva que desfila posesa por la ruta del escándalo, Arnon Grunberg es un escritor descarnado. Un auténtico acróbata de la provocación que ha logrado, con tan sólo 36 años, que su prosa impía y maloliente prendiera como reguero de pólvora por toda Europa, desatando un auténtico fenómeno literario traducido ya a veintiún idiomas.
Grunberg es, además, un entrevistado impiadoso. Su prédica hilarante no conoce límites. Un descarado. Es por ello que en un gesto de implacable astucia hace (ab)uso de su eminente erudición para reflotar su inclinación por el desconcierto. Empolla su juego, que bien le cabe, para desequilibrar al entrevistador, floreando su estampa de vedette literaria, o de cínico confeso. Su postura incomoda y atrae, expulsa y convoca; su virulencia no es indulgente. Una figurita difícil que hace de la embestida el halo místico con el que abriga su carne. “Haré lo mejor para responder a las preguntas sin demasiadas mentiras”, advierte al comienzo

Arnon Yasha Yves Grunberg nació el 22 de febrero de 1971 en Amsterdam, Holanda. Criado en el seno de una familia de clase media, fue expulsado de la escuela secundaria a los diecisiete años, y el trabajo le cayó como densa imposición. Si bien para entonces ocultaba sus aficiones literarias detrás de las actorales, decidió invertir sus ahorros e impulsar, con tan sólo 19 años, su propia editorial, especializada en autores alemanes. Volcado por completo a la escritura, cuatro años después consiguió su primer éxito al publicar Lunes azules –traducida a 13 idiomas–, novela con la que también ganó su primer premio, el Anton Wachter Prize. Aunque el revuelo llegó recién en 2000, cuando publicó con su heterónomo, Marek van der Jagt, la novela Cómo me quedé calvo (Tusquets), un boom comercial sin precedentes en la literatura holandesa. Claro que el fenómeno estuvo bien alimentado por la incapacidad de precisar quién demonios era aquel ignoto autor.

Impiadoso y gozoso de la travesura, Grunberg asistió al desconcierto y se despegó durante meses del éxito suscitado. De hecho, hasta había elucubrado el currículo del falso escritor presentándolo como un filósofo nacido en Viena que vivía entregado a la escritura. El grueso de la tropa de críticos sacudió el texto y allí encontró demasiadas similitudes entre la novela y los trabajos anteriores de Grunberg. El engaño fue develado, y el escritor debió reconocer la autoría. Nada sorprendente para quien concibe la vida como devenir de un repertorio lúdico de sinrazones. Accionar que es reflejo fiel de su literatura. Un caso resuelto de escritor-personaje.

Coreógrafo del absurdo, el holandés monta a sus criaturas al desequilibrio de una sociedad viciada por el engaño. Como escritor, su intención es extirpar de fantasía al deseo. Una vuelta a la animalidad; salvaje, carnal, sincera. Por eso, y para desenmascarar la farsa, recubre de ironía a sus personajes y los promueve como arquetipos del desenfado que beben la sangre de sus víctimas. Porque en toda construcción narrativa de Grunberg, lo primordial no es la brutalidad, sino el goce que de ella se desprende. Entes regados por el artilugio bataillano que amortigua el disparo de la descarga. Y es así como surge la composición de El Mesías judío, novela comparada por parte de la prensa británica a Los versos satánicos de Salman Rushdie. Publicada en su lengua natal en 2004, desembarcó recientemente al país, traducida al español por Tusquets.

—¿Cuál fue tu motivación para escribir “El Mesías judío”?

—Difícil precisarlo. Lo cierto es que quería escribir algo sobre el Estado de Israel y la forma en que Israel es percibido por diferentes personas. También estaba intrigado por la historia de la segunda posguerra, por el lado judío, pero también del alemán. Claro que esto no significa que mi novela sea histórica pero, con toda modestia, representa una nota al pie o un comentario a la Historia.

En rigor, en El Mesías judío Grunberg narra con audacia las aventuras del joven Xavier Radek, nieto de un oficial SS que ha trabajado a destajo por el exterminio, quien decide indagar en el sufrimiento de los judíos, a quienes considera “enemigos de la felicidad”. Para ello entabla amistad con el hijo de un rabino de Basilea, quien le aconseja tomar clases de yiddish y circuncidarse, lo que le provoca la extirpación de un testículo –lo enfrasca en formol y bautiza como Rey David–, y lo promoverá como defensor de la causa sionista, convencido de su mesiánica tarea. Para rematar, Xavier se enamora del hijo del rabino, un judío ortodoxo que pulula por las calles entregando su cuerpo a todo hombre que lo requiera: “Así nos han educado –le explica–. ¿Qué harías tú si te hubieran dicho siempre: ´No digas no, recuerda que los judíos ya tienen mala fama´?” Una retahíla de hechos desopilantes que rozan el paroxismo. La pregunta aflora por sí sola:

—¿Por qué el sarcasmo para enfrentarse a las miserias humanas?

—Bueno, fue Walter Benjamin quien escribió que para conocer a una persona tenés que quererla sin ninguna esperanza. En ese sentido quiero a mis personajes y a sus miserias sin ninguna esperanza; si esto trae consigo el sarcasmo, bien.

—De acuerdo, pero detrás de una historia de dos jóvenes que se enamoran emergen intrincadas reflexiones acerca del racismo y de la xenofobia; evidentemente algo que te interesa develar. ¿Creés que estos componentes están presentes en la sociedad europea actual?

—Definitivamente, como en toda sociedad. Yo diría que lo que pasa es que ahora están menos escondidos.

—¿Por qué eligiste Basilea para desarrollar la historia?

—Razones prácticas. Quería una ciudad donde la gente hablara alemán afuera de Alemania. Suiza, al haber sido neutral durante la Segunda Guerra, era una buena elección. Basilea encajaba mejor que Zurich porque es más provincial, pero a la vez contiene una próspera comunidad judía; y, por supuesto: el primer congreso sionista se realizó en Basilea.

Viajero incansable, Grunberg recorrió el planeta husmeando los rincones y recopilando historias que cautivasen su ego. De hecho, se enroló en el ejército holandés con el solo propósito de conocer Afganistán y aceptó trabajar como reportero para entrar en la base naval de Guantánamo. “No hace falta viajar por el mundo; de hecho podés viajar en tu propia ciudad. De todos modos, viajar es interesante porque te fuerza a mirar mejor. Todo lo que oís y ves llega a influenciar tu trabajo.”

En 1995 decidió afincarse, al menos por algunas temporadas, en Nueva York. Lo que podría considerarse una estrategia mercadotécnica para conquistar otra plaza. “No, nada de eso, lo hice siguiendo a una mujer… estaba enamorado”, ironiza Grunberg, quien ha declarado abiertamente su homosexualidad; aunque, a esta altura de los (contra)dichos, nada puede suponerse con seguridad.

—Apelo a tu aguda observación: ¿cuáles son las diferencias que encontrás entre la sociedad norteamericana y la europea?

—Sin dudas, las diferencias se fueron achicando; agregaría que es muy difícil hablar de “la sociedad norteamericana”. Yo vivo en Nueva York, y la diferencia entre ésta y los campos de Alabama es mayor que la que puede existir entre Nueva York y Berlín. De hecho, las grandes ciudades del mundo tienen cada vez más cosas en común. Pero existe en Nueva York, más que en otras, el temor a decir algo ofensivo; tal vez hasta de decir algo. Puede ser que este temor contagie a Europa, y puede que sea el resultado natural de la sociedad en la que decidimos vivir.

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