Por Mario Vargas Llosa
¿Alguien se atrevería a afirmar hoy, contra la impresión generalizada, que la intervención militar en Irak en vez de un fracaso catastrófico va cumpliendo con sus objetivos y ha alcanzado ya un punto de no retorno?
Bartle Bull, experto inglés en Medio Oriente, en el último número de Prospect, la prestigiosa revista londinense que dirige David Goodhart, publica un ensayo defendiendo esta tesis, titulado: Misión cumplida. Sus argumentos son polémicos pero nada propagandísticos ni demagógicos.
Bull pone de lado la cuestión de si fue errónea o acertada la decisión de intervenir en Irak –algo que decidirán en el futuro los historiadores– y se limita a hacer un cotejo entre la situación actual del país y la que reinaba allá hace cuatro años y medio, cuando Estados Unidos, Inglaterra y un grupo de países aliados decidieron acabar con la dictadura de Saddam Hussein. Sostiene que, en la actualidad, las fuerzas de la coalición se hallan en Irak con la anuencia de un gobierno democráticamente elegido y con un mandato que la ONU ha venido renovando cada año desde mayo de 2003, la última vez en agosto pasado.
A su juicio, las metas estratégicas de la intervención se han alcanzado. Irak no se ha desintegrado y su unidad territorial y política parece ahora más firme que antaño, pues el descentralizado sistema en marcha cuenta incluso con el apoyo de los kurdos, cuya vocación independentista ha mermado de manera radical. En vez de una dictadura, el país es una democracia en la que, en todas las elecciones celebradas, la participación popular ha sido enorme, por encima de la que caracteriza a las sociedades abiertas de Occidente, de modo que su gobierno tiene una indiscutible legitimidad jurídica y política. Y se ha dado una Constitución que garantiza una independencia institucional y libertades públicas que ni Irak, ni ninguno de sus vecinos, ha conocido en su historia.
No ha estallado la guerra civil e Irán no ha ocupado Irak ni tutela su vida política. El país ha dejado de ser un peligro para la paz mundial y, aunque muy lentamente, va convirtiéndose en la primera sociedad árabe con elecciones libres, libertad de prensa, partidos políticos diversos y derechos civiles reconocidos.
La violencia, claro está, sigue causando terribles sufrimientos. Pero, aunque sea obscena la comparación, el número de víctimas de esta guerra y del terrorismo resultante –entre ochenta y doscientas mil se cifran los cálculos– está lejos de alcanzar el millón y medio de muertos que resultaron de las guerras, los genocidios y las represiones del régimen de Saddam Hussein. La inmensa mayoría de estas muertes ha sido obra de las matanzas ciegas e indiscriminadas contra la población civil cometidas por los terroristas extranjeros de Al-Qaeda o los de organizaciones sunnitas y chiitas que guerreaban entre sí y trataban de neutralizar a la población civil mediante el pánico.
Aunque este género de violencia probablemente se prolongue todavía durante buen tiempo –el número de fanáticos capaces de hacerse volar en pedazos con un camión o coche cargado de explosivos parece inacabable–, ha perdido toda significación política y, en la actualidad, se ha convertido en un problema puramente local y policial. Ha ido disminuyendo poco a poco, y el hecho decisivo en su contra ha sido el distanciamiento y la ruptura crecientes entre Al-Qaeda y la población sunnita, cuya alianza se fue enfriando a medida que sus dirigentes se convencían de que, al contrario de lo que creyeron al principio, las tropas norteamericanas e inglesas sólo abandonarán el país cuando el gobierno iraquí esté en condiciones de asegurar el orden y la paz.
En otras palabras, de que Irak no será un segundo Vietnam.
Bartle Bull señala que la alianza entre Al-Qaeda y otras sectas terroristas fundamentalistas –todas ellas más o menos identificadas con un wahabismo radical–, empeñadas en resucitar la pureza de costumbres y la ortodoxia doctrinaria “de tiempos del profeta” y los sunnitas del Baas –un partido inspirado en el nacionalsocialismo de Hitler, no hay que olvidarlo–, ansiosos de restaurar los privilegios de que gozaban en tiempos de Saddam Hussein estaba condenada al enfrentamiento.
El malestar fue creciendo cuando los fanáticos wahabistas extranjeros, en su furia puritana, empezaron a imponer en las zonas dominadas por ellos sus rígida moral, prohibiendo el cigarrillo, asesinando a los vendedores de alcohol y a los jeques de las tribus, así como casando a la fuerza a las jóvenes con los “emires” del llamado “Estado islámico de Irak”. La ruptura se consumó cuando los sunnitas comprendieron que podían encontrar una forma de acomodo y convivencia en el nuevo Irak, donde la mayoría chiita –tres veces más numerosa que la minoría sunnita– tendrá las riendas del poder.
Bull señala que la nueva política pragmática de los sunnitas ha hecho posible, por ejemplo, la notable transformación de la provincia de Anbar, durante buen tiempo una ciudadela de la resistencia y el terrorismo y ahora la más pacífica de todo el país. De las 18 provincias iraquíes, en la mitad de ellas la violencia se ha reducido a niveles mínimos o desaparecido. Este proceso debería acelerarse a medida que la población sunnita sienta, en los hechos, que su supervivencia no está amenazada en el Irak dominado por los chiitas y que su presencia, tanto en las instituciones como en la vida económica, política y social se halla segura.
Un paso en esta dirección, dice Bull, ha sido el acuerdo de principio entre chiitas, sunnitas y kurdos sobre la delicada cuestión de la distribución de los ingresos petroleros, que deberá confirmarse pronto con la firma de una ley, avalada por Estados Unidos, la Unión Europa y las Naciones Unidas.
Bull destaca algunos hitos clave en este desarrollo. La batalla entre sunnitas y chiitas desencadenada con la destrucción, por aquéllos, de la mezquita de Samarra. Fue el momento en el que la guerra civil generalizada pareció inevitable. Pero los sunnitas, cediendo al realismo, dieron marcha atrás cuando se vieron derrotados.
A partir de entonces, comenzaron, con discreción al principio y ahora de manera explícita, a pactar con los Estados Unidos y el gobierno de Maliki. Uno de los efectos de estos acuerdos ha sido el número creciente de sunnitas incorporados en los últimos meses al ejército y a las fuerzas policiales iraquíes: cinco mil sólo en las últimas semanas.
Al mismo tiempo, en un gesto de reciprocidad, el gobierno iraquí dio empleo en los servicios del Estado a otros siete mil sunnitas y reconoció el derecho a jubilación completa a todos los ex oficiales y soldados baazistas, con excepción de los 1500 vinculados a crímenes y torturas, la mayoría de los cuales, por lo demás, están ya presos, muertos o han huido a Siria, Jordania y Arabia Saudita.
Este es un resumen muy sucinto del ensayo de Bartle Bull. Mi impresión es que, aunque pueda parecer demasiado optimista y aunque no subraye lo suficiente, entre sus consideraciones, las secuelas trágicas que, sin duda, tendrá para la reconstrucción de Irak y la normalización de su vida social la atroz hemorragia de vidas humanas y bienes causada por el terror, así como la emigración al extranjero de sus mejores cuadros, ejecutivos y profesionales, las perspectivas que el analista británico señala para el porvenir de Irak son probablemente exactas, aunque los plazos sean, acaso, más prolongados de lo que él cree. Sólo el odio tan extendido hacia los Estados Unidos explica ese consenso, entre los comentaristas y políticos occidentales y tercermundistas, de que, al igual que en Vietnam, las tropas norteamericanas terminarán partiendo a la carrera, expulsadas de Irak por los “resistentes” y la repulsa de la opinión pública internacional.
Con todo lo sangrienta y dolorosa que es la situación sobre el terreno, lo cierto es que en Irak no son los Estados Unidos y Gran Bretaña, sino las bandas terroristas las que van llevando ahora la peor parte. La contraofensiva última, dirigida por el general Petraeus, ha tenido incluso más logros de los esperados y, hasta el momento, no hubo el menor retroceso. Y es claro que se hacían ilusiones quienes pensaban que, con un triunfo demócrata en las próximas elecciones en Estados Unidos, vendría la desbandada.
Hillary Clinton y Giuliani, los dos probables candidatos, han dejado bien en claro que a este respecto su posición es semejante: la retirada de las tropas se irá haciendo sólo en la medida en que el gobierno iraquí esté en condiciones de reemplazarlas, tanto en la batalla contra el terror como en el mantenimiento del orden público. Si es así, yo también pienso que los enormes sacrificios hechos estos últimos cuatro años y medio por el pueblo iraquí no habrán sido inútiles.
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