Daniel Larriqueta
A fines de los años 50, cuando empezaban a multiplicarse las villas miseria en el Gran Buenos Aires, la joven escuela de sociología que impulsaba Gino Germani en la UBA emprendió estudios de campo para determinar las causas de esas migraciones internas que tanto había analizado y tratado el maestro. El supuesto generalizado era que los migrantes seguían llegando desde el interior en busca de trabajo, algo que la industria urbana estaba en condiciones de ofrecer. El estudio, que se hizo en la isla Maciel, al sur de la Capital, había dado un resultado inesperado. Para esos compatriotas, los móviles de su migración eran, en orden decreciente de importancia, la proximidad del hospital, la proximidad de la escuela y las oportunidades de trabajo.
Cierto es que en aquella Argentina industrialista la desocupación no era un flagelo y eso permitía poner el trabajo en un lugar accesorio. Pero aun así fue revelador comprobar que los nuevos pobladores de lo que hoy llamamos conurbano llegaban tentados por los servicios básicos, que eran mejores en el entorno de la gran ciudad.
La industrialización construyó el conurbano y permitió a millones de argentinos participar en la modernización y tener niveles de vida aceptables. Pero fue explosiva y desordenada, con una inversión privada que crecía más rápidamente que la inversión pública en infraestructura y que destruía las condiciones ambientales para la vida. Estudios realizados por la industria celulósico-papelera, en 1968, ya mostraban que el mal llamado "licor negro" que nuestras fábricas arrojan a los ríos y arroyos contaminaba fuertemente las aguas, como también lo hacían las curtiembres, los frigoríficos y otras industrias. Todo ello, ignorando las normas sobre recuperación de efluentes que estaban vigentes desde? ¡1908!
Crecieron las industrias, la población y la contaminación del conurbano hasta las políticas desindustrializadoras iniciadas con el Rodrigazo, de 1975, y convertidas en políticas de Estado durante la dictadura militar. Entonces decreció la industria y apareció el desempleo masivo, que se agregó a los otros males de la zona, de los que nadie se ocupaba. Se había perdido la relativa bonanza y, sobre todo, la esperanza de mejoría que daba el trabajo abundante. Sólo quedaron el desaliento y la mala calidad de vida, aunque aún se conservaban aquellos atractivos iniciales de la proximidad de las prestaciones urbanas: salud, educación, esparcimiento. Los millones de compatriotas del conurbano habían quedado atrapados en una tierra de nadie -la expresión puede sonar fuerte-, acaso esperando que alguien se acordara de sus derechos y su destino.
La democracia de 1983 les dio el camino de la política, pero no hubo recursos para reanimar fuertemente la industria, aunque se anunciara sinceramente como una política querida. Tampoco había medios para enfrentar las graves deficiencias de la infraestructura, desbordada desde siempre por la presión demográfica.
Cuando, en la década de 1990, el Estado dispuso de mayores medios, se destinaron fondos federales y provinciales cuantiosos para obras de urbanización, aunque sin revertir la decadencia de las fuentes de trabajo, porque la política económica no era proindustrial. Pero los pobladores del Gran Buenos Aires sintieron que sus decisiones electorales tenían, por lo menos, la fuerza para comprometer obras indispensables.
En 1993, después de las elecciones, en las que el justicialismo logró excelentes resultados, durante una reunión de evaluación de radicales del conurbano, apichonados por los malos resultados contra los buenísimos del peronismo bonaerense, uno de los militantes expresó: "¿Qué podemos hacer, si la gente vota por los alumbrados y el pavimento?"
Eso era. ¿Y qué más legítimo que confirmar el contrato electoral con los dirigentes que aparecían dándoles mejoras elementales en la calidad de vida? ¿Esto era "clientelismo"? ¿Saben quienes prodigan esa etiqueta lo que significa no tener luz, pavimentos, cloacas y agua corriente en las gigantescas barriadas del conurbano? ¿Que eso lo hacía el gobernador Duhalde y sus intendentes con fondos federales cuantiosos? La gente no tenía por qué entrar en estas elucubraciones. Y, de hecho, no lo hizo, porque en los municipios no peronistas cuyos intendentes también se ocupaban de estas mejoras se construyeron liderazgos radicales o independientes que aún siguen vigentes.
A todas esas mejoras les faltaba, a fines de la década de 1990, otro ingrediente axial: la reconstrucción de las fuentes de trabajo, la disminución drástica de la desocupación. El gobierno del presidente Menem, con la política del superministro Cavallo, había continuado desmantelando la industria, una política venenosa para el conurbano. Y la gente del conurbano no se conformó con el asfalto y la luz y votó en contra del justicialismo.
A partir de 2002, el cambio en los contenidos de la política económica -y el "viento de cola", probablemente- impulsó las velas de la industria, una cosa que el conurbano esperaba desde hacía un cuarto de siglo. Se reabrieron las fuentes de trabajo, empezó a bajar el desempleo y renacieron las expectativas de progreso. Los dirigentes políticos ya habían tomado nota del peso numérico del conurbano no sólo en la elección del gobernador de Buenos Aires, sino, especialmente, en las elecciones presidenciales. Y se acentuó el debate sobre el peso electoral de esa región. Y se acentuaron los consecuentes trabajos para captarlo.
El presidente Kirchner y su gente capitalizaron políticamente la mejora en el empleo y, conscientes del peso electoral del conurbano, acentuaron con los mayores fondos disponibles las acciones para mejorar la infraestructura. No se puede hablar de política ignorando estos hechos, y basta conversar con los dirigentes sociales del conurbano para saber que se han seguido haciendo obras importantes en todos los municipios con vistas a mejorar las prestaciones de infraestructura. Es cierto que cuestiones vitales, como el saneamiento de las cuencas de los arroyos y ríos, no están encaradas, pero el votante de la zona tiene derecho a pensar que si ya ha tenido algunas mejoras -nada menos que empleo y obras urbanas menores- puede esperar que la situación siga mejorando. Y entonces es lógico que renueve el contrato electoral con los dirigentes municipales, provinciales y nacionales que, con derecho o sin él, encarnan esos progresos.
Pero el galimatías del conurbano encierra, además, una mentira institucional grave. El enorme abultamiento de la población en los llamados primero, segundo y tercer cordón ha desnivelado la representación política, sin que las instituciones se hayan adaptado a esas modificaciones. La distribución de bancas de diputados nacionales se sigue haciendo con las cifras demográficas del pasado, de modo que esa región de la provincia de Buenos Aires está fuertemente subrepresentada en el Congreso de la Nación. Y la misma miopía existe en la provincia misma, de modo que la distribución de bancas legislativas provinciales tampoco refleja ese cambio y los argentinos del conurbano tienen un peso político inferior a su realidad también en la legislatura provincial.
Aquí tocamos un tema sensible de la historia política argentina. Cuando la Constitución de 1853 estableció las pautas básicas de la representación territorial, la provincia de Buenos Aires -incluyendo la Ciudad- tenía el 15% de la población total del país y las restantes 13 provincias tenían cada una entre el 4 y el 7 por ciento, de modo que el reparto de diputados por cantidad de población quedaba bastante emparejado. Como reaseguro de esta igualdad querida, se establecía que el Senado daba a cada provincia una representación idéntica, sobre la base del principio federal.
En los ciento cincuenta años corridos desde entonces, aquellas semejanzas han desaparecido y Buenos Aires sola, sin la Capital, tiene ahora algo así como el 37% de la población. Para no dar lugar a un Congreso dominado por una sola provincia nos hemos quedado haciendo lo que el avestruz, limitando la representación de Buenos Aires sin actualizar los valores. Pero esta decisión perjudica esencialmente al conurbano, que es donde se ha producido la explosión demográfica desequilibrante, que sólo adquiere toda su voz en la elección presidencial, ya que allí se cuentan los votos por el sistema de distrito único.
Algunos interpretan, frente a todo esto, que el mensaje político del conurbano es desalentador, descalifica la política, muestra a una porción de argentinos que no votan según el interés común sino en base a cálculos locales, a "clientelismo". ¿No sería más justo observar que nuestros compatriotas del conurbano votan tratando de salir de su marginación económica y social y afligidos porque tienen poca voz en las instituciones legislativas nacional y provincial?
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