El levantamiento popular que sacude hoy a Irán es muy notable. Es una rareza de rarezas: más inusual que la nieve en Arabia Saudita, más improbable que encontrar un sándwich de jamón en el Muro de los Lamentos, más raro que hacer esquí acuático en el Sahara. Es un levantamiento popular en un Estado petrolero de Medio Oriente.
¿Por qué es tan inusual? Porque en la mayoría de los países de Medio Oriente, el poder emana del tambor de las armas y de los tambores de petróleo, una combinación muy difícil de derrotar.
El petróleo es el motivo por el cual ha sido tan difícil el surgimiento de la democracia en Medio Oriente, con excepción de uno de los pocos países que no tienen petróleo: el Líbano.
Una vez que los reyes y dictadores se alzan con el poder, son capaces de afianzarse en él no sólo encarcelando a sus adversarios y asesinando a sus enemigos, sino también sobornando a su pueblo y utilizando el dinero del petróleo para construir un gigantesco aparato de seguridad interior.
Existe un solo precedente de una autocracia petrolera de Medio Oriente que haya sido derrocada por una revolución popular, y esa nación es? Irán.
Recordemos que en 1979, cuando el pueblo iraní se alzó contra el sha de Irán en una revolución islámica encabezada por el ayatollah Khomeini, el sha controlaba el ejército, la policía secreta ?el Savak? y una vasta red de patronazgo solventada por el petróleo.
Pero, en un determinado momento, la gran cantidad de gente que ganó las calles para desafiar su autoridad (y recibir también algunas balas) logró romper el hechizo del sha. Y ni éste ni nadie pudo restablecer el antiguo régimen.
La Revolución Islámica ha aprendido del sha. Ha utilizado las riquezas que genera el petróleo (Irán es el quinto productor mundial de petróleo, con una exportación de alrededor de 2,1 millones de barriles diarios a un precio cercano a los 70 dólares por barril) para comprar a enormes franjas de la población con viviendas baratas, empleos estatales y alimentos y nafta subvencionados.
También ha utilizado el crudo para construir una vasta fuerza militar (la Guardia Revolucionaria y la milicia Basij), con el fin de asegurarse su permanencia en el poder.
Por lo tanto, la gran pregunta de hoy en Irán es la siguiente: ¿puede la revolución verde que lidera Mir Hossein Moussavi, que cuenta con un masivo apoyo popular en las calles, hacerle al régimen islámico lo que el ayatollah Khomeini y el pueblo de Irán le hicieron al régimen del sha, o sea romper el hechizo para que los barriles y las balas dejen de tener sentido?
Los mullahs que gobiernan Irán siempre fueron despiadados, pero lo disfrazaban un poco con elecciones falsas. Y digo elecciones falsas porque aunque contara bien los votos, el régimen controlaba estrictamente quiénes podían presentarse como candidatos: la opción era entre negro oscuro y negro claro.
Lo que ocurrió esta vez (con un índice de desocupación cercano al 20% y una creciente población de jóvenes cansados de ver que unos teócratas limitan sus alternativas de vida) es que la furia contra el régimen alcanzó niveles tales que ante la opción de votar entre dos candidatos del régimen, uno negro oscuro y otro negro claro, millones de iraníes optaron por el menos negro, o sea Moussavi. El pueblo de Irán convirtió a un candidato del régimen en un candidato propio, quien a su vez parece haber sido transformado por su pueblo. Por eso el régimen entró en pánico y fraguó las elecciones.
Un candidato independiente
El dramaturgo Tom Stoppard señaló una vez que la democracia no está en el voto, sino en el "recuento". Los mullahs de Irán siempre estuvieron a favor de las votaciones, siempre y cuando el recuento no importara, porque el hombre del régimen siempre iba a ganar. Lo que sucedió esta vez es que en ese espacio ínfimo que el régimen debe permitir incluso en una elección falsa nació una especie de contrarrevolución.
Es cierto que su líder, Moussavi, seguramente sea menos liberal que muchos de sus seguidores. Pero ese matiz menos oscuro del negro alcanzó para concentrar y desencadenar la frustración y la esperanza de cambio acumuladas de muchos iraníes, que convirtieron a Moussavi en un candidato independiente. Por lo tanto, sus votos directamente no pudieron ser contados, porque no eran sólo votos por él, sino también un referéndum contra el régimen.
Pero ahora que han puesto su voto en las urnas, los iraníes que quieren un cambio también tendrán que poner el cuerpo.
Un régimen como el de Irán sólo puede ser derrotado o modificado si una suficiente cantidad de iraníes votan como lo hicieron en 1979: en las calles. Esa es la peor pesadilla del régimen, pues en ese caso debe decidir entre disparar contra su pueblo o ceder poder. No es ninguna casualidad que el líder supremo, el ayatollah Khamenei, haya advertido a los manifestantes en su discurso del viernes que "el desafío en las calles es inaceptable": el ayatollah es un hombre que sabe cómo consiguió su empleo.
Ahora el guante ya ha sido arrojado. Si los reformistas quieren cambios, deberán decidir quiénes son sus líderes, exponer sus ideas sobre Irán y seguir votando en las calles, una y otra vez. Sólo conseguirán que sus votos sean contados si siguen poniendo el cuerpo, para decirle al régimen: "No nos dejaremos comprar ni intimidar".
Hago fuerza por ellos y también temo por ellos. Cualquier atisbo de moderación en el gobierno de Irán tendría efectos sumamente positivos en todo Medio Oriente. Pero ni nosotros ni los reformistas debemos hacernos ilusiones: las balas y los barriles a los que se enfrentan son muchos.
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