Por Daniel Ares (*) /
Para mi suerte un viejo mercenario, colega y maestro, y por fin amigo, pudo alumbrarme aquella historia que yo había protagonizado, y que sin embargo seguía sin entender hasta que él me la explicó:
Está claro: si vos todos los días vas y le meás la puerta de la casa a un tipo, lo más probable es que el tipo te mande en cana.
Pero si en vez de mearle la puerta, le metés una bomba, lo mejor que puede hacer el tipo, es contratarte. Exactamente.
Así había sido, eso había sucedido, y allí por fin yo lo entendía. Urgido -o más bien hundido- económicamente al cabo de más o menos cinco años de sobrevivir como free lance –tal cual gustaba llamarme-, rodeado por los acreedores, rendido por lo tanto, hacia fines de 1990 volví a las ligas profesionales del periodismo industrial.
Cinco años antes me había retirado de la Editorial Atlántida, de la revista Somos, donde había comenzado, simétricamente, cinco años atrás. Luego me fui, y me llevé toda la indemnización aunque ya en Atlántida te avisaban que si “la querías toda”, no podrías volver a la empresa nunca más.
Yo me la llevé toda, porque la quería toda, y porque tampoco pensaba volver allí nunca más. Así que cinco años después, a la hora de entregarme a una redacción, me taché Atlántida ya de arranque.
Automáticamente entonces, mi cabeza giró sus ojos hacia la editorial Perfil, de Jorge Fontevecchia, cuyo producto Noticias, pasaba por entonces un gran momento, y donde viejos colegas, que sí habían seguido su carrera jerárquica a bordo de estos grandes buques mercantes, ya eran allí capitanes y oficiales, así que bastó pasearme por las dársenas para volver a la estiba.
Y ahí nomás a poco de empezar, Fontevecchia -que se hacia y crecía a imagen y semejanza de la familia Vigil y su Editorial Atlántida (a la cual emulaba, odiaba y vampirizaba, dicho sea de paso)-, apenas enterado de mi pasado en dicha empresa, me ordenó una nota sobre -contra- Constancio Vigil, uno de los dueños visibles de Atlántida, y quien algún motivo muy personal, despertaba todas las envidias de Jorge Fontevecchia.
Recuerdo que fue una misión sencilla, y lo confieso sin excusas: yo no preví jamás el alcance de la pólvora que usé. Yo creí que le meaba la puerta, y que nunca más, esa puerta, Atlántida, se abriría de nuevo para mí. Pero no, aquél sabio amigo tenía razón: menos de un mes después de volarle la casa a Vigil, Vigil me contrataba y triplicaba mi paga. Fue así. La investigación la compartimos con Gabriel Pandolfo, pero nos bastamos con los contactos que yo tenía entre los viejos compañeros de Atlántida. Pronto íbamos a comprobar que con sólo uno de ellos hubiera sido suficiente. Aunque ese nombre, por supuesto, lo voy a resguardar para siempre. Aquí la llamaremos –un poco por divertirnos- Mr. Q. El caso es que Mr. Q. conocía muy bien a Constancio Vigil porque le había tocado compartir muchos viajes, y casi convivir con él. Nos alegramos de vernos, Mr. Q. y yo habíamos sido muy buenos compañeros, él tampoco estaba ya en Atlántida, pero sí en juicio con ellos porque le debían su indemnización, así que no tuvo ningún problema -bajo reserva de su nombre, claro- en contarme de todo… aunque también aquí, con uno solo de sus datos, hubiera sido suficiente para la explosión. Un dato apenas que era pura dinamita. Nitroglicerina, diría más bien, y que, lo confieso, yo no evalué en todo su poder al detonarla… Hasta que explotó y lo vimos. ¿Te acordás de Albarracín?, me preguntó de pronto Mr. Q. en medio de un rosario de anécdotas que delineaban a Constancio Vigil como un hombre impetuoso, de a ratos grotesco, casi siempre desubicado, y siempre exitoso. ¿Albarracín… el ascensorista?, repregunté confundido, no entendí a qué venía… Albarracín era un ascensorista de Atlántica que había sufrido un accidente de tren físicamente discapacitado, neurológicamente afectado. Lo recordaba, claro, pero no entendí qué tenía que ver. Y era la bomba. Bueno…, me explicó allí Mr. Q.- el Mercedes Benz de Constancio está a nombre de Albarracín, porque parece que hay una ley que dice que si el auto lo importás para un discapacitado, no pagás impuestos… Apuntamos el dato, y apenas lo supo Fontevecchia, pidió más. Eso quiero, indaguen bien eso… Eso acabo siendo un recuadrito aparte que disparó a su vez un caso interminable. Nacía el escándalo de “los Mercedes truchos”.
El recuadro inspiró a un fiscal que inmediatamente decidió actuar de oficio. Constancio Vigil fue entonces procesado por contrabando y se eximió de la cárcel por cuestiones jurídicas que no vienen al caso, Pero yo todavía lo recuerdo evidentemente compungido, admitiendo su delito, pidiéndoles disculpas a su familia y a sus socios, por la pantalla de Telefé, su propio canal… Y la cosa no paró ahí.
La investigación judicial descubrió otros famosos que también habían comprado su Mercedes trucho vía Cacho Steimberg –dueño entonces de una concesionaria de autos importados, ex representante de Carlos Monzón-, y entonces fueron procesados Susana Giménez y Ricardo Darín; quienes también, por razones complejas pero legales, se salvaron de la prisión efectiva.
Pero tampoco ahí terminó la cosa. Cacho Steimberg fue preso por todos, y las investigaciones siguieron su curso y se profundizaban y ramificaban, para cuando yo ya estaba de vuelta empleado en Atlántida, bajo las ordenes directas de Constancio Vigil, quien apenas conocernos me pidió una nota sobre -contra- Jorge Fontevecchia, y por el triple del salario que el otro me pagaba.
Aquél viejo mercenario, colega, y por fin amigo, tenía razón: no odies a tu enemigo… contrátalo.
(*) El autor es editor de Elmartiyo.blogspot.com Fuente: Agepeba
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