Por Ariel Dorfman
El general Fernando Matthei, otrora comandante en jefe de la Fuerza Aérea de Chile, habrá de despertarse el domingo 17 de noviembre anticipando un día excepcional, donde tendrá la oportunidad única de votar por su propia hija Evelyn como candidata a la Presidencia. Un día en que espera que no le ronden resquemores y fantasmas.
Falta que le hace a Evelyn Matthei, que representa a la Alianza derechista que actualmente gobierna Chile, el sufragio de su padre, ya que parece asegurada su contundente derrota a manos de la expresidenta Michelle Bachelet, un resultado desdoroso que puede suscitar una crisis letal en la derecha chilena.
Me pregunto qué va a sentir el general Matthei cuando vea en la papeleta electoral el apellido Bachelet junto al suyo. ¿Recordará que hay un chileno, un íntimo amigo suyo, camarada de toda la vida, un general de Aviación que no podrá emitir su voto en estas elecciones? ¿Pensará Fernando Matthei en Alberto Bachelet, padre de Michelle, que no tendrá jamás la posibilidad de votar por su hija, puesto que en marzo de 1974 el general Bachelet murió de un paro cardiaco inducido por las torturas a las que fue sometido durante seis meses por sus propios colegas militares?
Fernando Matthei era agregado aéreo en Londres para el golpe del 11 de septiembre de 1973 y nada pudo hacer para ayudar a su compadre del alma. Su inacción ya es injustificable cuando vuelve a Santiago en enero de 1974 y es nombrado director de la Academia de Guerra de la Aviación, el lugar donde precisamente estaba detenido y fallecería dos meses más tarde el hombre al que su hija Evelyn conocía como el tío Beto. Aunque en varios procesos posteriores la justicia chilena determinó que al entonces coronel Matthei no le cabía culpa penal en la muerte del general Alberto Bachelet, otra cosa es la responsabilidad moral. La que, según el mismo Fernando Matthei, todavía le pesa y avergüenza, según confiesa en un libro de 2003: “Primó la prudencia”, dice, “por sobre el coraje”.
Ni el más delirante novelista —y me cuento con orgullo como uno de ellos— podría haber imaginado una historia más inusitada, de dos amigos con destinos tan contrarios. Uno que muere por haber tenido el coraje, pero tal vez no la prudencia, de aceptar, con rango ministerial, un puesto en el Gobierno de Salvador Allende. Y el otro que vive con excesiva prudencia y sin coraje para convertirse por dos años en el ministro de Salud de Pinochet y enseguida, durante 13 años, integrante de la Junta. La hija de Alberto, que llegaría a ser ministra de Salud y después de Defensa en el Gobierno de centro-izquierda de Ricardo Lagos, y la hija de Fernando, que fue senadora y después ministra de Trabajo en el Gobierno conservador de Sebastián Piñera. La socialista que fue presidenta de Chile y la derechista que aspira a serlo.
Aunque a estas alturas a lo que de veras aspira es a obtener una votación que le permita ocupar por lo menos un honroso segundo lugar en las urnas.
Y es aquí donde la historia de Chile nos ofrece otra sorpresa. Puesto que el general Matthei reconocerá en la papeleta con los aspirantes a la Presidencia el apellido de otro candidato cuyo padre tampoco podrá votar en estas elecciones porque fue ultimado por la dictadura.
Se trata de Marco Enríquez, hijo de Miguel Enríquez, líder del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), abatido por la policía secreta en una calle de Santiago el 5 de octubre de 1974. Dejando tras de sí a un hijo de un año y medio de edad, que ahora, casi 40 años más tarde, le está pisando los talones a Evelyn Matthei. Si Marco puede, en efecto, repetir el 20% de los votos que consiguió con su candidatura a la Presidencia en las elecciones de 2009, logrará desplazar a la hija del general Matthei, para enfrentarse a Michelle Bachelet en una posible segunda vuelta, permitiendo que el pueblo de Chile eligiera entre dos candidatos progresistas.
De todos los protagonistas de esta historia ha sido Miguel al que más conocí. Mi mujer Angélica y yo fuimos amigos suyos, hasta el punto de que, pese a que no estábamos de acuerdo con la vía armada que proponía el MIR, arriesgamos todo para darle amparo en nuestra pequeña casa, a él y a otros dirigentes de su partido, en 1970, cuando entraron a la clandestinidad durante el Gobierno de Frei (padre) para provocar en Chile una rebelión al estilo de Cuba, una tesis que, en forma irresponsable y aventurera, nunca dejaron de esgrimir, aun durante los tres años del Gobierno allendista.
¿Qué diría Miguel si viera hoy a su hijo defendiendo la necesidad de transformar a Chile por medios pacíficos, si contemplara a su hijo desechando la violencia en que creía con fervor?
Tantos otros revolucionarios latinoamericanos sobrevivieron a la represión de las dictaduras y llegaron a entender que la democracia, lejos de ser la camisa de fuerza de los pueblos, es condición esencial de todo cambio profundo, toda justicia duradera. Espero que así hubiera evolucionado también Miguel, que fue tan imprudente en sus ideas y acciones, y a la vez tan pleno de coraje en su vida, tan animado por una sed de liberación humana, que todavía me emociona.
Me hubiera gustado abrir esa discusión con Miguel, pero, claro, es una conversación que nunca tendremos.
Si hay una insinuación de justicia divina en la derrota que Evelyn va a sufrir incontestablemente a manos de Michelle, un hecho maravillosamente simbólico que la hija de Alberto triunfe sobre la hija del hombre que abandonó a su padre, ¿no sería más que divino y justo que el hijo del guerrillero e insurrecto Miguel Enríquez dejara fuera de juego a la candidata del pinochetismo? Que el hijo de una de las víctimas le ganara a la hija de uno de los cómplices de esa política de exterminio sería una muestra definitiva de que Chile le ha dado para siempre la espalda al legado de Pinochet.
Pero queda en este cuento inverosímil de fantasmas y padres y linajes todavía una vuelta más de la tuerca histórica.
Puesto que fue el mismo aborrecible general Matthei el que facilitó que hubiera hoy en Chile elecciones libres, que su propia hija y la hija de su compañero Alberto y el hijo de su enemigo Miguel pudieran disputar la Presidencia, y que fuera el pueblo de Chile, y no sus Fuerzas Armadas, el que decidiera el porvenir.
Fue para el plebiscito de 1988. Cuando Pinochet quiso desconocer su derrota y fomentar un autogolpe que lo mantuviera indefinidamente en el poder, fue el general Matthei quien impidió tal maniobra, concediendo públicamente la victoria del “no”, abriendo paso al retorno de la democracia.
Yo quisiera creer que Fernando Matthei, esa noche de octubre de 1988, estaba pagando una deuda con su viejo amigo Alberto, mostrando ante Pinochet la valentía que no mostró 14 años antes cuando ni siquiera fue a visitar ni menos a consolar a un camarada al que estaban torturando a escasos metros de su propia oficina en la Academia de Guerra.
Es una deuda, sin embargo, que no está enteramente saldada. Le queda al general Matthei, a los 88 años de edad, todavía otro gesto de redención con que pudiera señalar silenciosamente su verdadero arrepentimiento, conseguir que los fantasmas finalmente lo dejen en paz.
Sería un gesto simple, aunque arriesgado.
Solo bastaría que el general, cuando entre al recinto electoral este próximo 17 de noviembre y recorra la lista de los candidatos, solo bastaría que el general Fernando Matthei decida en forma clara y tajante, y deliberada, hacer una pequeña marca al lado del nombre de Michelle Bachelet. Bastaría solamente entonces que él, su tío Fernando, vote por ella, puesto que es desafortunadamente imposible que lo haga ahora y siempre su papá.
Ariel Dorfman es escritor chileno. Su último libro es Entre sueños y traidores: Un striptease del exilio.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario