La mayoría de los economistas tienen debilidad con la palabra “distorsivo”. La utilizan cuando hablan de impuestos, de tarifas y en términos generales de precios relativos. Esto último significa que unos están más adelantados que otros, o sea, que son más elevados o más bajos en comparación. La calificación “distorsivo” tiene una connotación negativa que exige por lo tanto una inmediata reparación para evitar costos mayores si se prolongaran esas condiciones. Determinar el valor de las tarifas de servicios públicos o el del tipo de cambio, o crear un nuevo impuesto o realizar variaciones en las alícuotas en los existentes, modifica la situación de los actores económicos en relación con la que regía antes o en el mundo ideal del liberalismo sin Estado. Es una interferencia en el funcionamiento de la economía. La intervención introduce necesariamente “distorsiones” en el comportamiento de los mercados. En ese sentido, todos los impuestos o los subsidios a los servicios públicos, como también los entregados a las empresas, son distorsivos de un supuesto equilibrio de mercado libre sin injerencia estatal. Por ese motivo el aspecto esencial en una estructura tributaria o de tarifas, en la estrategia cambiaria o en la de precios, y en general en la política económica, es precisar cuál es la orientación, alcance e impacto distributivo de la intervención estatal necesariamente distorsionante del mercado para la búsqueda de la mejor combinación entre eficiencia y equidad, que no siempre es la misma sino que debe adaptarse según las circunstancias políticas y económicas locales e internacionales.
La obsesión de la economía convencional por la existencia de distorsión en ciertos precios no se expresa con el mismo entusiasmo cuando evalúan elevadas tasas de ganancias empresarias o concentración de la riqueza, o el retraso relativo de los salarios o los niveles de pobreza. Estas variables también son “distorsiones” de la economía, que para algunos están naturalizadas y no provoca reacciones demandando modificaciones. Es más fácil lograr aprobación hablando de “distorsión de precios relativos” que de brechas de ingresos distorsivas de la igualdad social, y es más aceptado en el discurso dominante proponer el ajuste en variables que impactan negativamente en los sectores más vulnerables, con la suficiente convicción de que logran que la mayoría lo avale aunque vaya en contra de sus propios intereses.La pregunta que pocos responden con rigurosidad es cuál sería la “distorsión” de los precios y cómo evaluarla. La más habitual en el debate económico de coyuntura es que las tarifas y el tipo de cambio están atrasados y, por lo tanto, la medida adecuada es subir las primeras y la otra devaluar la moneda. Puede ser que ambas sean necesarias en un determinado contexto político, social y económico, pero lo que debe saberse es que implican la baja del salario real, que sólo con un aumento posterior puede compensar esa pérdida inicial del poder adquisitivo. O sea, el sendero propuesto por la mayoría de los economistas es afectar a los sectores con ingresos fijos para ir corrigiendo las supuestas distorsiones en los precios relativos. ¿Es necesario ese tipo de intervención en la que se predetermina como verdad absoluta la “distorsión de precios relativos”? ¿Salarios bajos y tarifas altas también son considerados distorsionados o, en cambio, son elogiados como impulsores de la inversión privada con la falsa promesa del bienestar general? ¿Cuál es la vara de medición de la distorsión?
Una situación similar involucra a los subsidios de las tarifas que estarían distorsionando el valor que pagan los usuarios en el área metropolitana por servicios públicos esenciales. Disminuirlos o directamente eliminarlos es la propuesta que reúne más consenso. Bajarlos, además de un ahorro en las cuentas públicas, reduce el ingreso disponible de los sectores a los que se les poda subsidios. En un artículo publicado en Página/12 del lunes 23 de diciembre pasado, Fabián Amico señala que “la explicación dominante acerca del efecto de los subsidios es simple: dado que dichos gastos son ‘financiados con emisión’, por ende generan inflación, llevando a nuevos aumentos del gasto y a una espiral insostenible”. Afirma que es discutible si cualquier reducción del gasto agregado puede llevar a la desaceleración de la inflación, pero menciona que en este caso la reducción del gasto público (en subsidios) generaría directamente un shock inflacionario, por la suba de tarifas que le seguiría, “lo que constituiría un caso inédito en la comparación internacional y una muestra palmaria de la falta de sensatez y pragmatismo del monetarismo argentino”.
Amico dice entonces que como es difícil argumentar que la baja de los subsidios puede ser antiinflacionaria, “se recurrió a la idea de que son regresivos en términos distributivos, además de insostenibles”. Señala que la preocupación dominante, en realidad, no es la equidad sino el control del gasto. Menciona que se podría subir la cantidad de subsidios a los hogares más pobres o gravar con impuestos a los de mayores ingresos, sin necesidad de bajar ni subir el gasto. Su reducción tiene un impacto negativo sobre la demanda agregada y la base imponible, dando lugar a menores ingresos fiscales y en consecuencia a un mayor desequilibrio de las cuentas públicas. Amico explica que los subsidios son un gasto en moneda doméstica y como tal es siempre financiable, provocando con el siguiente interrogante: “¿Acaso habría algún ‘umbral’ tras el cual la situación se tornaría explosiva? El silencio sobre este punto central es desconcertante”.
La aceleración en la variación del tipo de cambio, medida que viene a dar respuesta a la distorsión del supuesto atraso que afecta la competitividad de ramas de la producción nacional, deriva en una intensificación de esa histórica fuente de tensión inflacionaria de la economía argentina. Las listas de precios de las grandes empresas proveedoras de insumos estuvieron subiendo de 3 a 4 por ciento mensual en los últimos meses de 2013, y en el comienzo del nuevo año algunas aplicaron alzas del 15 a 16 por ciento (por ejemplo Acindar y Sipar-Gerdau). La ortodoxia no se cansa de repiquetear diariamente que la emisión monetaria y el gasto público son responsables de los aumentos de precios. Los ciclos de inflación, alta e hiper, sin embargo han tenido al mercado cambiario como uno de los principales impulsores, en especial desde la década del ochenta. En la actualidad, lo sigue siendo.
La lógica conservadora de “sincerar precios”, definición que nace de suponer la “distorsión de precios relativos”, propone subir tarifas, con la promesa de incentivar más inversiones; bajar subsidios, con el objetivo de aliviar el frente fiscal; y mejorar el tipo de cambio real, con el propósito de recuperar competitividad de la producción nacional, además de encarecer el turismo al exterior para reducir el flujo de divisas de las reservas del Banco Central. En un escenario económico 2014 que se supone de menor ritmo de crecimiento que el año que acaba de terminar, promover austeridad fiscal y mayor devaluación tendría como resultado más inflación y desaceleración del crecimiento con riesgo de estancamiento.
Las urgencias de corto plazo a veces pueden nublar el horizonte de mediano y largo plazo de desarrollo económico, que requiere de financiamiento interno y externo para la articulación de una política de sustitución de importaciones específica (siendo estratégica la energética), el desa-rrollo industrial y el fomento de las exportaciones con medidas un poco más complejas que la de subir tarifas, bajar subsidios y devaluar la moneda.
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