El Papa Francisco, el presidente Obama y un creciente grupo de economistas, incluido alguno del FMI, están dándole visibilidad a un tema del que apenas se habla en las altas instancias del poder: la creciente desigualdad de las economías avanzadas como resultado de las políticas elegidas para salir de la crisis. La prolongada recesión, los recortes de los subsidios sociales y la educación, el paro y la precariedad del empleo, la devaluación interna, el impacto de las políticas expansivas de los bancos centrales en el aumento de las rentas altas... Todos son factores que están ampliando la brecha entre las rentas más altas y las medias y bajas. Un desequilibrio que, además de poner en peligro la necesaria cohesión social, impide que la recuperación cobre más brío. El fantasma del declive secular (persistente caída o mínimo avance del crecimiento) crece. Y su causa ya no es sólo el exceso de endeudamiento. El debilitamiento económico de la clase media está obstaculizando la recuperación del consumo, principal motor de estas economías.
Si hasta hace poco Europa podía presumir de que su modelo económico atenuaba las diferencias entre las rentas altas y bajas, vía impuestos progresivos y tranferencias (subisidios sociales), las políticas de austeridad están modificando ese equilibrio. Hasta el FMI, que en esta crisis ha atemperado su defensa a ultranza de las políticas de rigor fiscal, cuantifica en un informe los efectos de los recortes sociales en el aumento de la desigualdad. El organismo concluye que los porgramas de austeridad basados en los recortes de los subsidios sociales deterioran más la brecha entre ricos y pobres que si estos se basan en unos impuestos progresivos. Sus autores advierten de que a falta de una mejor distribución de los esfuerzos, la desigualdad que esas políticas están generando dañarán el crecimiento a largo y medio plazo.
Algo se mueve en la conciencia de las instituciones que han participado en el complot de la austeridad. Si hace unos meses la Comisión Europea publicó un informe en el que cuantificaba el coste en términos de crecimiento de las políticas de austeridad (a España le ha costado 9,7 puntos del PIB), ahora es el FMI el que alerta sobre las consecuencias de esas políticas en la distribución de la renta. Cita el coeficiente Gini (llamado así por el economista italiano que lo desarroló) que mide esa desigualdad antes y después de impuestos y transferencias, en forma de coberturas sociales o gasto en educación, (ver tabla).
España está en el sexto puesto junto a Canadá, Grecia y Australia. Lo relevante es ese 0,38 y como se aproxima al 1 que es el indicativo de la máxima desigualdad. La línea azul oscura representa el puesto que ocupamos después de aplicar impuestos y los subsidios sociales que han de atenuar las diferencias de ingresos. Si Estados Unidos es el extremo de sociedad poco solidaria, España, frente a un 0,31 que tenía en 2003, ha escalado varios puestos a causa de la austeridad y se sitúa ahora entre los primeros.
¿Por qué esta cuestión no está en el debate parlamentario, nacional o europeo? En los últimos años, a consecuencia de que se dispararan los desequilibrios fiscales, concretamente el déficit, la receta a aplicar para recuperar la credibilidad de los mercados, esto es, poder vender nuestra deuda a unos precios asumibles para seguir financiando el déficit, ha sido la austeridad indiscriminada, siguiendo los dicatos de Bruselas. Y sí, los tipos de interés que hemos de pagar todos (el Tesoro en nuestro nombre) se han reducido. Y eso es bueno. Pero ¿se ha escogido bien qué impuestos subir y qué gasto social recortar? Y ¿era necesario hacer el ajuste en tan poco tiempo?
La aspiración era acercarse al modelo alemán. Pero en ese país la brecha entre ricos y pobres también ha aumentado. El modelo de potencia exportadora ha permitido a la primera economía europea tener unas tasas de crecimiento envidiables, pero siempre basadas en la demanda externa.
La demanda interna, que depende de las rentas de la mayoría de los alemanes, nada tienen que ver con esa mejora. Los mini jobs, la inexistencia de un salario mínimo, las menores rentas de los pensionistas, explican, junto con la tendencia natural a ahorrar de los alemanes, la debilidad de su consumo interno. Sólo ahora, con la gran coalición entre los conservadores de Merkel y los socialdemócratas se abre la puerta a que esa deriva se corrija. El establecimiento de un salario mínimo es un buen comienzo.
Hace dos meses, The Economist, el oráculo de los defensores del libre mercado, publicaba en sus editoriales un artículo titulado True Progressivism. En el subtítulo se lee: "Una nueva forma de política de centro es necesaria para luchar contra la desigualdad sin dañar el crecimiento económico". Interesante reflexión. En EEUU, por ejemplo, la desigualdad en las rentas entre el 1% más rico y el resto está en los niveles más altos desde 1928, antes de la Gran Depresión. Una familia americana media gana ahora, en términos reales, menos que en 1989. Y ello está haciendo mella en uno de los principios fundacionales de esa nación, la movilidad laboral. A menor renta, peor educación y menos posibilidades de acceder a un empleo que no sea basura (Wall Mart, McDonalds...). Son trabajadores que no llegan a fin de mes y que necesitan complementar su salario con ayudas sociales y que que viven cada vez más alejadas de la sociedad. Como advertía el profesor de Política y Justicia de Harvard, Michael J. Sandel, en una entrevista publicada en este diario, "la democracia no requiere igualdad perfecta pero si la gente vive en esferas cada vez más separadas el sentido de ciudadanía y del bien común es más difícil de sostener".
Otro economista, Stephen Roach, de la Universidad de Yale, destaca que la política de compra de activos de la Reserva Federal para estimular la economía, la celebrada Quantitive Easing, está agrandando esa brecha entre las rentas al ser una política que favorece sobre todo a los titulares de activos financieros, rentas altas, y tiene poco impacto en la economía real. De hecho, desde 2008 y tras tres tandas de QE por parte de la Fed, el consumo, que representa el 70% de la economía en EEUU, ha crecido sólo un 1,1% al año, la tasa más débil desde la II Guerra Mundial. Lo que explica el crecimiento anémico e irregular que está viviendo la primera potencia mundial.
Así que una de las consecuencias de la crisis de la que las economías desarrolladas empiezan a salir es que la desigualdad ha dejado de ser una característica de EEUU o de los países emergentes o en desarrollo. ¿Se está Europa americanizando, como sostiene el columnista del NYT Eduardo Porter? Ni siquiera un coloso como Nelson Mandela, con un legado moral tan imponente, supo cómo combinar la reconciliación racial con la económica, que sigue estando pendiente en Sudáfrica.
¿Permitirá la salida de la crisis reestablecer los mecanismos de redistribución de la riqueza para fortalecer la cohesión social y asegurar la buena salud de las democracias avanzadas? Hoy por hoy, nada apunta en esa dirección.
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