Una vez había un reino con un rey inmensamente rico, sabio y bondadoso. No cargaba de gabelas a sus súbditos que apenas pagaban un pequeño impuesto y todos vivían felices comerciando con los reinos vecinos, que, sabedores de las riquezas y honestidad del rey, confiaban y daban crédito sin cuestionar jamás las transacciones.
Hete aquí que una tarde, encontrándose el rey en sus aposentos leyendo filosofía, entró agitado y con el rostro desencajado su primer ministro, quién le dijo: “Su Majestad! ha ocurrido una desgracia inmensa! Se ha abierto una grieta en el sótano del palacio y la tierra se ha tragado vuestros tesoros! No queda ni una mísera monedita! Estamos perdidos!!!”.
El rey, que como ya he dicho era muy sabio, meditó unos instantes y le preguntó al ministro: “Quién más sabe esto?”. “Nadie, Su Majestad, sólo Vos y yo”.
El rey, entonces volvió a preguntarle al funcionario: “Crees en tu rey?”. “Fervientemente, Majestad!”. “Entonces-dijo el rey- ponte de cara a la pared y cuenta lentamante hasta diez, que yo te daré la solución”.
Cuando el ministro, esperanzado y aliviado iba contando en voz alta el número dos, el rey tomó una cimitarra afiladísima, decapitó de un certero tajo al primer ministro y arrojó cabeza y cuerpo al foso de los cocodrilos, tras lo cual volvió plácidamente a su interrumpida lectura.
Y sus súbditos siguieron mercando con los reinos vecinos que continuaron dándoles el mejor crédito y todos vivieron felices por siempre jamás.
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