viernes, febrero 21, 2014

Escuelas públicas, vicios privados


chinos
Por Bruno Bauer
Todos amamos la escuela. Todos la recomiendan: el delincuente arrepentido, el analfabeto exitoso, el empresario del capital humano, el activista de la igualdad, el sociólogo, el policía, el gobierno y la oposición, la ONU y Biondini. Con la sola excepción de las grises oficinas argentinas de Teoría Crítica S.A., todos amamos la escuela ¿Por qué?
La escuela es la institución culpable en la joven democracia argentina. Por eso nadie la culpa.
Desde que se abrió el cauce de la opinión, el debate público ha carcomido cada pilar institucional conocido: desde el mercado como asignador de recursos hasta los “derechos humanos de los delincuentes”, desde las Fuerzas Armadas hasta la Asociación Madre de Plaza de Mayo. Todos tuvieron su juicio. La escuela, no. Se apuntó a docentes vagos, maestros violadores, jóvenes apáticos, estudiantes hiperpolitizados, gobiernos desidiosos. Pero a la escuela no.
Curiosamente, la misma sociedad que pondera a la escuela hasta el hartazgo busca verdad y conocimiento en otras fuentes. La Iglesia de Francisco o la de Ravi Shankar, o ambas. Las redes sociales, los diarios y los noticieros o los programas dedicados a criticar a redes, diarios y noticieros. Incluso esos competidores se cuidan mucho y no olvidan saludar a su ya viejo rival: la escuela.
Una posible explicación de ese consenso puede ser la economía, estúpido. El sistema educativo moviliza cientos de miles de rocas y evitas en subvenciones, becas, sueldos, cuotas y licitaciones. Sin embargo, industrias más rentables, como la minería a cielo abierto o el cultivo de transgénicos, han sido objeto de impugnaciones multitudinarias, encabezadas por esos empresarios de las buenas intenciones que blanden el pellejo de un oso o de un qom. La escuela no.
Deberemos, entonces, buscar la causa en el plano de lo político, de lo simbólico. Y ese símbolo, que cristalizó a lo largo de un siglo, emergió claro como un témpano en aquella Carpa Blanca docente: el sarmiento amordazado. La fórmula sarmientina, esa ecuación de fe que homologa educación = progreso = igualdad.
“Sarmiento”, no el hombre sino el signo homérico que es muchos hombres, pensó a la escuela en relación con un país en rápida carrera hacia el capitalismo. En un territorio fértil de negocios pero flaco de instituciones, la escuela debería disciplinar a nativos e inmigrantes para el mercado de trabajo y, eventualmente, para la guerra. Se trataba de crear una “sociedad disciplinaria” que “ordenara los cuerpos” y todo eso que ya leímos y olvidamos. Era un mecanismo tan exitoso que muchos docentes podían considerarse de izquierdas y el sistema educativo seguía siendo de derecha. Bastaba forcluir la disciplina para reivindicar la integración social e invertir el sentido causal: la prosperidad, que era una premisa en el plan original, ahora pasaba a ser una consecuencia del sistema educativo. Al final, casi todos los docentes eran de alguna izquierda y el sistema seguía siendo de derecha. Pero ya no importaba.
No importaba porque, durante todos estos años, los golpes del Estado y los zarpazos del Mercado nos fueron transformando. La robótica y la licuación de activos expulsaron a miles de trabajadores disciplinados a un submundo de quioscos y remiserías, mientras una economía en constante tercerización reclamaba trabajadores no tan disciplinados, como vigiladores, transas, telemarketers o prostitutas de lujo. Las tecnologías en comunicación abrieron nuevas fuentes para informarse y la farmoquímica brindó nuevas maneras de amoldar la conducta. Cada vez son más las cosas que esperamos que alguien o algo haga por nosotros. Somos cada día más felices, más inútiles, más ansiosos, más pobres. Más democráticos.
La sociedad se hace líquida, lo material se desvanece en el aire. Es de esperar que las viejas instituciones retrocedan, se relativicen, como los partidos políticos o los clubes. Pero no, la escuela no. La escuela crece, se hincha. Cientos de egresados en ciencias de la educación ocupan ministerios para convocar a más egresados en ciencias de la educación. Los profesorados se llenan de jóvenes en busca de un título docente que los salve del pleno empleo salvaje, ya no tan pleno, por otra parte. La universidad de masas, incapaz de colocar a todos sus egresados en la investigación, arroja manojos de licenciados y doctores a institutos de capital y del conurbano. Se combate la deserción estudiantil, palmo a palmo, vaciando de sentido programas y reglamentos. La malla escolar se estira hasta los bordes de la sociedad y allí se sujeta con anzuelos atractivos como la AUH o Conectar Igualdad. Los desinvertidos pasillos escolares se llenan de alumnos que no saben qué hacen allí y docentes que ya lo olvidaron. Los micros anaranjados obstruyen el tránsito, el sistema escolar complica los presupuestos, los sindicatos negocian las paritarias. Pero nadie cuestiona al colegio. No, a la escuela no.
¿Por qué una sociedad que se desterritorializa abraza así a una institución de otra época? Porque alguien quiere pensar en los niños.  La vida moderna nos permite deconstruir nuestra edad y reconstruirla a gusto, pero nadie renuncia al ciclo de la fertilidad. El culto al amor desgarró a la monogamia y la familia nuclear, pero los hijos siguen allí. Se extienden los espacios de ocio, se extiende la vida sexual y la jornada laboral, y ya no hay tiempo para esos hijos que nadie renuncia a tener. Y mientras los gimnasios y boliches se llenan de adolescentes cuarentones, los otros adolescentes necesitan algún container en dónde estar. Los clubes faltan, la calle asusta. La escuela es la solución. La palabra “contención” se grita crecientemente en jornadas docentes y programas curriculares. Las aulas ablandan sus bordes duros para llenarse de amor y comprensión. En algunos colegios VIP de Zona Norte ya se derrocó al racionalismo con cursos sobre el arte de vivir, sobre la educación en la intuición, etc…
Pero este sistema de guarda es demasiado complejo y pesado ¿Por qué un colegio que debe “contener y dar amor” insiste patéticamente en evaluar y disciplinar?  Por la formula sarmientina. A la juventud eterna de nuestra sociedad la pagamos con hijos desbandados y pobres sin destino. Pero confiamos en que la escuela lo solucionará. Porque, no importa lo que pase, hagamos lo que hagamos, educación = progreso = igualdad. En medio de la crisis, nos aferramos a esa extraña homonimia institucional que dice que un colegio más es una cárcel menos. Sostenemos a la escuela con la esperanza de quien arma un espantapájaros para ahuyentar a los cuervos fatales de la violencia y la pobreza. La escuela como un talismán. Pero cada talismán esconde un terror y tras la escuela está el pánico de esos hijos que no podemos cuidar, de esos pobres que no sabemos en dónde poner. Queremos a la escuela para no pensar por qué la queremos. Dejamos a nuestros hijos en la puerta y nos alejamos rápidamente de esos pasillos con olor a baldosa y lavandina. Defendemos a la educación con la condición de no hablar de ella. De la culpa que la sostiene. Por eso no la culpamos: porque la escuela es la institución más culpable en la joven democracia argentina.

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