La refundación social es una característica medular de los gobiernos kirchneristas desde 2003. Quizás su aspecto más encomiable, y junto con la políticas de derechos humanos, su fortaleza más distintiva. Muchos no kirchneristas lo reconocen. Otras aéreas de política pública, como energía o transporte, por ejemplo, fueron más generalmente cuestionadas. Algunos podrán, desde la derecha, trivializar esa refundación social bajándole el precio porque se venía de una crisis profunda, o porque el “viento de cola” implicaba que se trataba nada más que de apretar botones, o más desde la izquierda, argumentar que es incompleta por la deuda social que aún perdura; o decir que en el últimos años la inflación y el salario general han estado más empatados. O incluso pretender que una gran crisis del modelo económico actual en el corto o mediano plazo podría tirar buena parte de esa recuperación social por la borda. Más difícil es, especialmente comparando con las dos décadas anteriores a 2003, negar que en la última década esa refundación social existió. Eso queda para los operadores como Morales Solá y comentaristas por el estilo.
La refundación social pos 2003 se puede dividir en tres grandes áreas, política social, educativa y laboral, que en general suelen estar agrupadas en lo que la Ciencia Política analiza como políticas de Estado de Bienestar. En política social hablamos de la fenomenal ampliación jubilatoria, la nacionalización de las AFJP que reconfigura toda el área estatal, la movilidad jubilatoria, la Asignación Universal por Hijo ampliada luego a mujeres embarazadas, y más recientemente, el plan Progresar destinado a los jóvenes vulnerables, entre otras. En Educación son mojones notables la Ley de Financiamiento Educativo que elevó el presupuesto a más del 6%, la Ley General de Educación y la recuperación de la educación técnica que estaba devastada , el aumento del salario docente y el gasto en infraestructura, el Plan Conectar Igualdad que distribuyó millones de netbooks. Finalmente, en política laboral se destacan el impulso a la paritarias anuales en un país en la práctica habían dejado de funcionar, el Consejo de Salario, la Paritaria Nacional Docente, las leyes que otorgan nuevos derechos para colectivos históricamente relegados como los trabajadores rurales y trabajadoras de casas particulares, entre otras.
Desde luego ninguna de estas políticas sociolaborales o educativas son incuestionables, muchas seguramente mejorables y fueron posibles en el marco de estrategia de política económica más amplia. Los resultados sociales de la última década, sin embargo, son más o menos objetivos: una cobertura jubilatoria cerca del 100%, millones de chicos y sus familias incluidos por la AUH y el aumento en la escolaridad, aumento de la tasa de asalariados y baja del trabajo no registrado por primera vez en dos décadas de alrededor de 15 puntos desde 2003 (aunque estabilizado desde hace unos años en alrededor del 33%), un salario real para los trabajadores registrados que mejoró entre un 30 y un 40% entre la Convertibilidad y 2012/2013 usando cualquier índice de inflación razonable, el salario mínimo que volvió a importar, y así. Significativamente, la refundación social no solo incluyó más reparto del ingreso, sino una definida tarea de construcción institucional. Es decir, la reconfiguración del sistema jubilatorio estatal, el fortalecimiento la Dirección Nacional de Políticas de la Seguridad Social de AFIP (que languidecía cuando el control de los impuestos a la seguridad social era en la práctica ejercido por las AFJP), la AUH y el novel Progresar, la revitalización del Consejo de Salario, la estructuración de las paritarias anuales, la Ley de Financiamiento Educativo y la Paritaria Nacional Docente—por no hablar de instrumentos en otras áreas como la ley de medios—configuran un entramado de instituciones, leyes y regulaciones que como tales van a trascender la kirchnerismo y su existencia no depende, por ejemplo, de una devaluación. Naturalmente, esta construcción institucional suele ser ninguneada por los defensores de la “calidad institucional” y la “seguridad jurídica”, a quienes solo les importan las instituciones que promueven la descentralización del poder político y el avance del mercado—y no precisamente las que tienden a fortalecer actores estatales y populares para limitarlo.
Una vez encuadrado lo que, en mí opinión, es más o menos incontestable, me interesa profundizar en la dinámica política y distributiva que esa misma refundación social de la última década, en sus planos de la política laboral y social, va generando, especialmente en vista de la más difícil coyuntura económica actual. Y esto en dos sentidos, uno más estrictamente político, y el otro económico-distributivo.
En cuanto al primer nivel eminentemente político, no habría que olvidar, por ejemplo, que en la etapa 2003-2010, aun cuando se enfrentaron obstáculos grandes, la tarea primordial en cuanto a los derechos laborales fue de restauración. Es decir los marcos institucionales para otorgar esos derechos ya existían, había que ponerlos en práctica. Así, se recuperó la negociación colectiva por salario y condiciones de trabajo y el Consejo del Salario. Primero resurgieron aquellos sindicatos menos golpeados por el neoliberalismo como transporte o sectores exportadores, después se irían consolidando en su capacidad de demanda los grandes sindicatos industriales y de servicios. Aun así, en esta etapa el Estado tuvo que intervenir para fortalecer trabajadores menos favorecidos. La Paritaria Nacional Docente es un ejemplo de ello: una herramienta nueva vino a reforzar y centralizar la negociación colectiva a nivel nacional de un sindicato y un sector desarticulados por años de neoliberalismo.
A partir de 2010, el proceso de inclusión social se traslada a colectivos más vulnerables, como los trabajadores rurales o las trabajadoras de casas particulares, que son alrededor de un millón en cada caso. Estas políticas tienen una complejidad importante y distinta porque a) a diferencia de la etapa 2003-2010 hay que diseñarlas institucionalmente desde cero b) los beneficiarios (trabajadores rurales y domésticos) están más dispersos y menos organizados, y entonces apoyan menos.
Así, la dinámica política de la inclusión social cambia centralmente: si antes había que restaurar instituciones laborales, y los actores sindicales favorecidos estaban más organizados y te aplaudían; ahora hay que crear esas instituciones y los sectores populares beneficiados te aplauden o apoyan mucho menos, porque están más atomizados y menos organizados. Es más, estas nuevas políticas de inclusión generan en muchos casos ruidos con los actores sindicales o populares ya incluidos y establecidos. En la ley del peón rural, por ejemplo, además de otorgar nuevos derechos frente a la oposición de los empresarios agrarios, hubo que enfrentarse a un entramado de intereses dominado por la alianza entre la Mesa de Enlace y el liderazgo nacional del sindicato amarillo del área, la UATRE, que dominaba el viejo RENATRE, organismo semi-público que terciarizaba a los amigos un inexistente control del trabajo no registrado en el campo. Del mismo modo, el avance de derechos para el colectivo laboral de casas particulares origina conflictos con algunos sindicatos que rechazan la afiliación de las trabajadoras domésticas a las obras sociales. Los trabajadores no registrados y los municipales (que no están incluidos en el salario mínimo nacional y muchas veces enfrentan condiciones de alta precarización) son otras dos agendas pendientes en el camino de la inclusión. En el caso de los trabajadores no registrados, ningún actor social relevante, con la honrosa excepción de la CTA-Yaski, pelea en serio por sus derechos. Algunos sindicatos hacen la vista gorda al no registro como parte de la negociación informal con los empresarios. Los trabajadores municipales, sometidos como los docentes a las distintas (des) regulaciones provinciales, liderados por la combativa Confederación de Trabajadores Municipales (algunas de cuyas federaciones le pusieron el cuerpo fuerte al conflicto con el campo en 2008), demandan una paritaria nacional municipal que, al igual que en el caso de los docentes, establezca un piso de ingresos y condiciones laborales a nivel nacional ¿Ahora bien, como convencer a los intendentes propios de armar esa paritaria y someterse a esa presión salarial, cuando son tus aliados electorales esenciales en territorios cada vez más disputados?
En resumen, luego de la “primera etapa” de inclusión, el avance de los derechos laborales pos 2010 hacia sectores populares relegados como los trabajadores rurales, domésticos, municipales, o no registrados exige más activismo estatal en un doble sentido, porque, a diferencia del período anterior, hay que crear de cero las leyes e instituciones que promuevan esa inclusión, y porque el gobierno, además de enfrentarse a un establishment y a una oposición de corte ideológico más liberal que se opone o tiende a ignorar esas políticas, consigue menos apoyos entre los eventuales beneficiados. A la vez, debe realizar un, no imposible, pero complejo, control de daños al interior de la propia coalición popular establecida desde 2003. Esto, en un escenario económico más complicado que en esa primera etapa de inclusión, lo que nos lleva al segundo aspecto de esta nueva dinámica de refundación social, el económico-distributivo.
Contra las visiones simplistas, que acusaron a los gobiernos kirchneristas de beneficiar más que nada a los trabajadores formales o sindicalizados y a las famosas “clases medias con los subsidios”, lo cierto es que los sectores informales (esto es, aquella porción de la población no registrada en la seguridad social) fueron objetos de políticas desde el vamos, con iniciativas como la moratoria jubilatoria, programas como el Argentina Trabaja, y más sistemáticamente, con la AUH desde 2009. El nuevo programa Progresar es otro paso en esta línea. Ahora bien, en esa etapa inicial de inclusión la combinación de una beneficio que se creaba (la “primera jubilación” o pensión sin aportes, la AUH inicial) con una inflación de entre el 10 y 20% manejable en el medio de paritarias activas con fuerte recuperación del salario real, completaba un círculo virtuoso. Hoy la situación cambió: quienes tienen la nueva jubilación, un plan Argentina Trabaja, o son beneficiaros de la AUH, o en el futuro del Progresar, lo toman (felizmente) como un derecho ya consagrado y pasan a demandar que esa transferencia de ingresos no pierda valor real. En ese contexto, paritarias muy dispersas y no coordinadas, donde los sindicatos fuertes logran porcentajes mucho más altos para protegerse de la inflación, resulta en cada vez mayor segmentación entre los trabajadores sindicalizados vs el 33% de no registrados que no tiene sindicatos, o los beneficiarios de los diversos subsidios al sector informal cuyo valor real sólo se puede sostener con mayor gasto fiscal. Por supuesto, la inflación no la provocan los trabajadores camioneros, mecánicos, aceiteros o petroleros privados con fuerte capacidad de negociación. Pero es indudable que contribuyen a las expectativas generales sobre la combinación precios/salarios. Por lo tanto, coordinar salarios, sobre todo en un gobierno que elude las recetas ortodoxas del mega ajuste monetario y fiscal para mantener el empleo, se convierte en un elemento central para bajar expectativas inflacionarias, y contener el gasto fiscal eventualmente necesario para sostener el valor real de los programas de transferencia de ingreso al sector informal. En ese marco de presión inflacionaria, el simple slogan “paritarias libres”, consigna que tiene sentido bajo gobiernos que conculcan la libertad de negociación, se parece mucho al libre mercado donde el más fuerte se lleva la mejor tajada.
Entonces, la nueva dinámica de la refundación social debe ir, por un lado, orientándose cada vez más a un mayor activismo estatal en pos de los sectores populares excluidos, empezando por los trabajadores no registrados, mucho de ellos jóvenes que serán apoyados por el Progresar, pero también incluyendo a precarizados en el Estado, trabajadores municipales, de la economía social y terciarizados. Por otro, a promover una coordinación en la negociación salarial que procure bajar la nominalidad sin perder salario real, manteniendo el poder de negociación del sector trabajador sindicalizado conseguido estos años, pero procurando achicar la dispersión salarial intersectorial. Naturalmente, esta estrategia siempre será secundaria al mantenimiento del liderazgo político claro que viene ejerciendo la Presidenta, y a que la situación macroeconómica general no se desmadre. Pero es el kirchnerismo, por experiencia, cuadros, base política popular, e ideología, la fuerza más capacitada para encarar los desafíos que genera la nueva dinámica de la refundación social.
La refundación social pos 2003 se puede dividir en tres grandes áreas, política social, educativa y laboral, que en general suelen estar agrupadas en lo que la Ciencia Política analiza como políticas de Estado de Bienestar. En política social hablamos de la fenomenal ampliación jubilatoria, la nacionalización de las AFJP que reconfigura toda el área estatal, la movilidad jubilatoria, la Asignación Universal por Hijo ampliada luego a mujeres embarazadas, y más recientemente, el plan Progresar destinado a los jóvenes vulnerables, entre otras. En Educación son mojones notables la Ley de Financiamiento Educativo que elevó el presupuesto a más del 6%, la Ley General de Educación y la recuperación de la educación técnica que estaba devastada , el aumento del salario docente y el gasto en infraestructura, el Plan Conectar Igualdad que distribuyó millones de netbooks. Finalmente, en política laboral se destacan el impulso a la paritarias anuales en un país en la práctica habían dejado de funcionar, el Consejo de Salario, la Paritaria Nacional Docente, las leyes que otorgan nuevos derechos para colectivos históricamente relegados como los trabajadores rurales y trabajadoras de casas particulares, entre otras.
Desde luego ninguna de estas políticas sociolaborales o educativas son incuestionables, muchas seguramente mejorables y fueron posibles en el marco de estrategia de política económica más amplia. Los resultados sociales de la última década, sin embargo, son más o menos objetivos: una cobertura jubilatoria cerca del 100%, millones de chicos y sus familias incluidos por la AUH y el aumento en la escolaridad, aumento de la tasa de asalariados y baja del trabajo no registrado por primera vez en dos décadas de alrededor de 15 puntos desde 2003 (aunque estabilizado desde hace unos años en alrededor del 33%), un salario real para los trabajadores registrados que mejoró entre un 30 y un 40% entre la Convertibilidad y 2012/2013 usando cualquier índice de inflación razonable, el salario mínimo que volvió a importar, y así. Significativamente, la refundación social no solo incluyó más reparto del ingreso, sino una definida tarea de construcción institucional. Es decir, la reconfiguración del sistema jubilatorio estatal, el fortalecimiento la Dirección Nacional de Políticas de la Seguridad Social de AFIP (que languidecía cuando el control de los impuestos a la seguridad social era en la práctica ejercido por las AFJP), la AUH y el novel Progresar, la revitalización del Consejo de Salario, la estructuración de las paritarias anuales, la Ley de Financiamiento Educativo y la Paritaria Nacional Docente—por no hablar de instrumentos en otras áreas como la ley de medios—configuran un entramado de instituciones, leyes y regulaciones que como tales van a trascender la kirchnerismo y su existencia no depende, por ejemplo, de una devaluación. Naturalmente, esta construcción institucional suele ser ninguneada por los defensores de la “calidad institucional” y la “seguridad jurídica”, a quienes solo les importan las instituciones que promueven la descentralización del poder político y el avance del mercado—y no precisamente las que tienden a fortalecer actores estatales y populares para limitarlo.
Una vez encuadrado lo que, en mí opinión, es más o menos incontestable, me interesa profundizar en la dinámica política y distributiva que esa misma refundación social de la última década, en sus planos de la política laboral y social, va generando, especialmente en vista de la más difícil coyuntura económica actual. Y esto en dos sentidos, uno más estrictamente político, y el otro económico-distributivo.
En cuanto al primer nivel eminentemente político, no habría que olvidar, por ejemplo, que en la etapa 2003-2010, aun cuando se enfrentaron obstáculos grandes, la tarea primordial en cuanto a los derechos laborales fue de restauración. Es decir los marcos institucionales para otorgar esos derechos ya existían, había que ponerlos en práctica. Así, se recuperó la negociación colectiva por salario y condiciones de trabajo y el Consejo del Salario. Primero resurgieron aquellos sindicatos menos golpeados por el neoliberalismo como transporte o sectores exportadores, después se irían consolidando en su capacidad de demanda los grandes sindicatos industriales y de servicios. Aun así, en esta etapa el Estado tuvo que intervenir para fortalecer trabajadores menos favorecidos. La Paritaria Nacional Docente es un ejemplo de ello: una herramienta nueva vino a reforzar y centralizar la negociación colectiva a nivel nacional de un sindicato y un sector desarticulados por años de neoliberalismo.
A partir de 2010, el proceso de inclusión social se traslada a colectivos más vulnerables, como los trabajadores rurales o las trabajadoras de casas particulares, que son alrededor de un millón en cada caso. Estas políticas tienen una complejidad importante y distinta porque a) a diferencia de la etapa 2003-2010 hay que diseñarlas institucionalmente desde cero b) los beneficiarios (trabajadores rurales y domésticos) están más dispersos y menos organizados, y entonces apoyan menos.
Así, la dinámica política de la inclusión social cambia centralmente: si antes había que restaurar instituciones laborales, y los actores sindicales favorecidos estaban más organizados y te aplaudían; ahora hay que crear esas instituciones y los sectores populares beneficiados te aplauden o apoyan mucho menos, porque están más atomizados y menos organizados. Es más, estas nuevas políticas de inclusión generan en muchos casos ruidos con los actores sindicales o populares ya incluidos y establecidos. En la ley del peón rural, por ejemplo, además de otorgar nuevos derechos frente a la oposición de los empresarios agrarios, hubo que enfrentarse a un entramado de intereses dominado por la alianza entre la Mesa de Enlace y el liderazgo nacional del sindicato amarillo del área, la UATRE, que dominaba el viejo RENATRE, organismo semi-público que terciarizaba a los amigos un inexistente control del trabajo no registrado en el campo. Del mismo modo, el avance de derechos para el colectivo laboral de casas particulares origina conflictos con algunos sindicatos que rechazan la afiliación de las trabajadoras domésticas a las obras sociales. Los trabajadores no registrados y los municipales (que no están incluidos en el salario mínimo nacional y muchas veces enfrentan condiciones de alta precarización) son otras dos agendas pendientes en el camino de la inclusión. En el caso de los trabajadores no registrados, ningún actor social relevante, con la honrosa excepción de la CTA-Yaski, pelea en serio por sus derechos. Algunos sindicatos hacen la vista gorda al no registro como parte de la negociación informal con los empresarios. Los trabajadores municipales, sometidos como los docentes a las distintas (des) regulaciones provinciales, liderados por la combativa Confederación de Trabajadores Municipales (algunas de cuyas federaciones le pusieron el cuerpo fuerte al conflicto con el campo en 2008), demandan una paritaria nacional municipal que, al igual que en el caso de los docentes, establezca un piso de ingresos y condiciones laborales a nivel nacional ¿Ahora bien, como convencer a los intendentes propios de armar esa paritaria y someterse a esa presión salarial, cuando son tus aliados electorales esenciales en territorios cada vez más disputados?
En resumen, luego de la “primera etapa” de inclusión, el avance de los derechos laborales pos 2010 hacia sectores populares relegados como los trabajadores rurales, domésticos, municipales, o no registrados exige más activismo estatal en un doble sentido, porque, a diferencia del período anterior, hay que crear de cero las leyes e instituciones que promuevan esa inclusión, y porque el gobierno, además de enfrentarse a un establishment y a una oposición de corte ideológico más liberal que se opone o tiende a ignorar esas políticas, consigue menos apoyos entre los eventuales beneficiados. A la vez, debe realizar un, no imposible, pero complejo, control de daños al interior de la propia coalición popular establecida desde 2003. Esto, en un escenario económico más complicado que en esa primera etapa de inclusión, lo que nos lleva al segundo aspecto de esta nueva dinámica de refundación social, el económico-distributivo.
Contra las visiones simplistas, que acusaron a los gobiernos kirchneristas de beneficiar más que nada a los trabajadores formales o sindicalizados y a las famosas “clases medias con los subsidios”, lo cierto es que los sectores informales (esto es, aquella porción de la población no registrada en la seguridad social) fueron objetos de políticas desde el vamos, con iniciativas como la moratoria jubilatoria, programas como el Argentina Trabaja, y más sistemáticamente, con la AUH desde 2009. El nuevo programa Progresar es otro paso en esta línea. Ahora bien, en esa etapa inicial de inclusión la combinación de una beneficio que se creaba (la “primera jubilación” o pensión sin aportes, la AUH inicial) con una inflación de entre el 10 y 20% manejable en el medio de paritarias activas con fuerte recuperación del salario real, completaba un círculo virtuoso. Hoy la situación cambió: quienes tienen la nueva jubilación, un plan Argentina Trabaja, o son beneficiaros de la AUH, o en el futuro del Progresar, lo toman (felizmente) como un derecho ya consagrado y pasan a demandar que esa transferencia de ingresos no pierda valor real. En ese contexto, paritarias muy dispersas y no coordinadas, donde los sindicatos fuertes logran porcentajes mucho más altos para protegerse de la inflación, resulta en cada vez mayor segmentación entre los trabajadores sindicalizados vs el 33% de no registrados que no tiene sindicatos, o los beneficiarios de los diversos subsidios al sector informal cuyo valor real sólo se puede sostener con mayor gasto fiscal. Por supuesto, la inflación no la provocan los trabajadores camioneros, mecánicos, aceiteros o petroleros privados con fuerte capacidad de negociación. Pero es indudable que contribuyen a las expectativas generales sobre la combinación precios/salarios. Por lo tanto, coordinar salarios, sobre todo en un gobierno que elude las recetas ortodoxas del mega ajuste monetario y fiscal para mantener el empleo, se convierte en un elemento central para bajar expectativas inflacionarias, y contener el gasto fiscal eventualmente necesario para sostener el valor real de los programas de transferencia de ingreso al sector informal. En ese marco de presión inflacionaria, el simple slogan “paritarias libres”, consigna que tiene sentido bajo gobiernos que conculcan la libertad de negociación, se parece mucho al libre mercado donde el más fuerte se lleva la mejor tajada.
Entonces, la nueva dinámica de la refundación social debe ir, por un lado, orientándose cada vez más a un mayor activismo estatal en pos de los sectores populares excluidos, empezando por los trabajadores no registrados, mucho de ellos jóvenes que serán apoyados por el Progresar, pero también incluyendo a precarizados en el Estado, trabajadores municipales, de la economía social y terciarizados. Por otro, a promover una coordinación en la negociación salarial que procure bajar la nominalidad sin perder salario real, manteniendo el poder de negociación del sector trabajador sindicalizado conseguido estos años, pero procurando achicar la dispersión salarial intersectorial. Naturalmente, esta estrategia siempre será secundaria al mantenimiento del liderazgo político claro que viene ejerciendo la Presidenta, y a que la situación macroeconómica general no se desmadre. Pero es el kirchnerismo, por experiencia, cuadros, base política popular, e ideología, la fuerza más capacitada para encarar los desafíos que genera la nueva dinámica de la refundación social.
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