jueves, abril 13, 2017

El terrorismo en la visión de Zygmunt Bauman

El gran pensador polaco definió la violencia actual en su libro póstumo “Retrotopía”. Aquí, un fragmento.

Por Zygmunt Bauman





La oferta de suelo fértil para la germinación de las semillas de la violencia es hoy más que abundante. Sería un ejercicio vano (o, mejor dicho, inane) acusar a la tecnología informática surgida en fechas recientes del delito de la aparición y la espectacular proliferación del fenómeno “copycat”; a lo sumo, puede haber desempeñado un papel auxiliar o facilitador, al simplificar tentadoramente y abaratar seductoramente tareas antes engorrosas y costosas. Pero la simiente de la violencia habría sido estéril e infructuosa si el suelo sobre el que se hubiera esparcido (en mayor o menor abundancia, da igual) fuese yermo.

Pero de yermo no tiene nada, sino todo lo contrario, gracias a la multitud de fertilizantes que la condición humana suministra
tensa y efusivamente. Esos fertilizantes son muchos y variados, pero un ingrediente que todos ellos necesitan es la ira, más enconada e hiriente por la irritante y frustrante ausencia de una vía de escape obvia y contrastada para ella. Esa ira atormenta a amplios (e incesantemente crecientes) sectores de la población, si bien los afecta de manera desigual por dos motivos radicalmente distintos. Jock Young, explorador incansable (y perspicaz como pocos) de las raíces de esa ira, profundamente hundidas en el vértigo de la vida moderna líquida, las describe así:

“La violencia obsesiva de la banda de machotes callejeros y la obsesión punitiva del ciudadano respetable son similares, no ya por su naturaleza, sino también por su origen. Ambas arrancan de trastornos localizados en el mercado de trabajo: una, de un mercado que excluye la participación del individuo como trabajador, pero alienta su voracidad como consumidor; la otra, de un mercado que incluye a ese individuo, sí, pero en condiciones de precariedad. Es decir, nacen de la exclusión martirizante y de la inclusión precaria”.
A propósito del mecanismo psicológico por el que la frustración
y la ira acumuladas son recicladas en forma de estallidos de violencia, Young sugiere que “los transgresores actúan impulsados por las energías de la humillación: el núcleo utilitario suele estar ahí, pero en torno a él se erige un frecuente deleite en el exceso, un placer en el quebrantamiento de las normas, una reafirmación de la hombría y la identidad”.

Lo que esas características implican es que los actos de agresión son, en muy buena medida, desinteresados (de ahí la popular fórmula “no es nada personal, señor”) y carecen de aquello que, en las series y las películas policíacas, llaman “móviles”. Su causa principal —y quizá la única verdaderamente eficiente— muchas veces es una acumulación asfixiante e incontrolable de ira, a la vez que el objeto de la agresión es contingente y solo guarda una relación muy indirecta (o nula, por innecesaria) con su causa. La agresividad engendrada por la insoportable sensación de humillación y menoscabo, o por el igualmente inaguantable terror a la degradación y la exclusión sociales, tiende como norma a gestarse sin estar enfocada en objetivos concretos. Tanto si es elegida de forma deliberada y premeditada como si es casual, la víctima de un acto violento tiende a ser el efecto secundario adventicio y aleatorio, amén de no planeado, del carácter (in)cognoscible o (in)asequible de un objetivo concreto, una (in)cognoscibilidad y una (in)asequibilidad que son las verdaderas razones del infortunio y la angustia del agresor (aun cuando luego sea habitual que se establezca de forma retrospectiva un nexo material entre el acto y su objetivo).

En el caso de los actos de terrorismo, el «desenfoque» de sus objetivos y la aleatoriedad de sus víctimas suelen demostrarse y recalcarse de una forma tan deliberada como explícita, imposible de pasar por alto, con la intención de ampliar al máximo la onda expansiva del acto terrorista producido por una violencia concebida y ejecutada en el ámbito local: el mensaje que esa aleatoriedad transmite es que nadie está a salvo; culpable o inocente, cualquiera —en cualquier momento y lugar— puede ser una víctima de futuras explosiones vengativas de ira. Intentar demostrarse a uno mismo y a los demás la no implicación personal en la causa de la injusticia vengada es tan inútil como irrelevante. El mensaje que la calculada aleatoriedad del atentado pretende enviar es que todos nosotros, sin excepción, tenemos motivos similarmente válidos para temer la posibilidad de sufrir en nuestras propias carnes los horrores de la desventura de las víctimas.

Liberar esa ira acumulada es un ejercicio desinteresado en el sentido de que es autotélico: él es su propio motivo y fin. Un acto así es, por decirlo con las palabras de Willem Schinkel, un caso de “violencia por la violencia misma”.

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