Por Umberto Eco
Acabo de regresar de Berlín, donde se realizó un encuentro (en realidad, la celebración de los primeros diez años de vida) del Fondo Alemán de Traductores (Deutscher Ubersetzerfonds), una organización que patrocina, asiste y defiende la labor de los traductores, además de promover encuentros y reuniones de alto nivel cultural, como éste al que he asistido. La importancia que dan los alemanes a esta organización se puso de relieve con la presencia del presidente de la República.
El hecho de que desde hace décadas se presta atención al fenómeno de la traducción se hace evidente a partir del nacimiento de centros universitarios y revistas dedicados a su estudio. Los motivos son muchos, pero el primordial es que, aunque se puede prever que algún día todos hablaremos solamente inglés, de hecho hoy diversas lenguas se ven obligadas a confrontarse, y basta pensar en el número de intérpretes simultáneos que se necesitan en las reuniones del Parlamento Europeo o en el hecho de que muchos ciudadanos estadounidenses son ahora bilingües, con caracterizaciones de diversa clase de español.
Una de las luchas de los traductores ha sido, desde hace años, la de hacer constar su nombre en la portada (no como coautor, pero, al menos, como mediador fundamental) y que no aparezca relegado en cuerpo pequeño en la página de créditos editoriales que ahora llamamos impropiamente colofón. Debo decir que es una batalla ganada, al menos en el caso de los principales sellos editoriales, pero el otro día alguien se lamentaba porque esa costumbre se ha generalizado en el caso de las traducciones literarias, pero no en las traducciones ensayísticas, como si traducir un ensayo filosófico no fuera más esforzado que traducir una novela de amor. Me parece que también en el caso del ensayo ha crecido el respeto por el traductor, pero si alguien se lamenta quiere decir que aún existen faltas de respeto.
A muchos les podrá parecer inverosímil, pero les aseguro que la absoluta mayoría de los lectores, aunque estén leyendo un libro de un extranjero, no se dan cuenta de que está traducido. Se trata de un fenómeno psicológico bastante complejo, pero me ocurrió, al encontrarme en un país extranjero en el que se había traducido un libro mío, que se me acercaban personas que me hablaban en su propia lengua y que quedaban atónitas por que yo no las entendía. Se quedaban atónitas porque me habían leído en esa lengua y por lo tanto creían que era yo el que hablaba de ese modo.
Es duro y paradójico el esfuerzo del traductor, que debe hacer lo máximo para volverse invisible, como si estableciera un diálogo directo entre los lectores y los autores originales, y que sin embargo querría (con justicia) que esa invisibilidad fuera premiada con una cierta visibilidad. No obstante, el éxito del traductor es precisamente el logro de la invisibilidad: sólo en los libros mal traducidos se advierte que en la lengua de llegada hay forzamientos, giros y expresiones fatigosas, cuando no directamente inverosímiles. El lector ingenuo encuentra ese libro difícil de leer y el lector advertido, en cambio, sospecha inmediatamente algún error de traducción, y a partir de ese error es capaz de adivinar lo que decía en el texto original.
Recientemente, en un ensayo que no nombraré (traducido del francés), leí que un fulano llevaba un sombrero alto di forma (alto de forma). En italiano, esta expresión, además de ser insólita, no dice nada: ¿qué es un sombrero alto di forma? ¿Un cono como el del mago Merlín, un turbante de un eunuco del serrallo, un chambergo al estilo del capitán Fracassa, con penacho incorporado? En realidad, en francés, un sombrero haut-de-forme es un sombrero de copa. Como un sombrero alto di forma no quiere decir nada en italiano, el traductor debería haber albergado alguna sospecha, y le hubiera bastado abrir un diccionario (por ejemplo, en el mío, Boch Zanichelli, haut-de-forme tiene una entrada propia). ¿Por qué no lo hizo (y he advertido en el mismo libro otras amenidades por el estilo)? Porque estaba apurado, o porque era el profesor deshonesto de siempre que había hecho trabajar gratis al estudiante más estúpido (estúpido porque traduce mal y estúpido porque se deja explotar). Y he aquí otro tema central en cada encuentro de traductores: el pago.
Hay países en los que el traductor recibe un porcentaje de los derechos (y, por lo tanto, está personalmente interesado en el éxito del libro) o, en todo caso, recibe un pago que le permite dedicarle dos o tres años a una traducción. Y hay otros países en los que el pago es miserable y el traductor debe traducir varios libros al año y, por lo tanto, es obvio que lo hará a los apurones. Muchas veces, como el pago es escaso, se les da el trabajo a personas que lo hacen para pasar un período difícil. Por haber trabajado en editoriales durante muchos años, sé que suelen proponerse como traductoras muchísimas señoras recientemente divorciadas. Pero sobresalen de la multitud los traductores por amor, que harían el trabajo aunque fuera gratis. Porque también los hay. Pero sería mucho pretender que para ser bueno en un oficio haya que contar con una familia rica.
(Traducción de Mirta Rosenberg)
La Nación
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