Por Pilar Rahola
Su mirada es limpia, profunda, dulce. Pero habla con la fuerza de los que se comprometen más allá de la comodidad y el aplauso. La contemplo en su juventud hiriente, bella, frágil, y algo parecido al sentido materno me inspira un instinto de protección que nadie me ha pedido. Sin embargo, Victoria Villaruel no desea ser protegida, sino escuchada, y su causa fluye por su verbo atropelladamente, casi sin aliento, quizás acostumbrada a tener pocas oportunidades para ser oída.
Estamos en el vestíbulo de los despachos de un amigo, y cuando Victoria ha acabado su explicación, la atmósfera se torna densa. Me dice, con el hilo de una tristeza infinita: “¿Nadie me escuchará?”. Noto un rasguño en la conciencia.
Me habla de mujeres que murieron un día cualquiera, caídas bajo balas que no llevaban sus nombres; ellas acompañaban a sus maridos, a sus hijos, a sus vecinos. Me habla de esa niña de 3 años, la primera víctima.
Me habla de Patricia Gay, de sus padres asesinados ante su mirada adolescente, de su suicidio posterior. Me habla de jóvenes soldados, salidos de la pobreza norteña para ganar una comida caliente y unos pesos seguros. Jóvenes del pueblo más llano, asesinados bajo la etiqueta de “enemigos del pueblo”.
Me habla de ese periodista… y de la bomba..., y de tantos, y la muerte se acumula en la estancia con la temible fuerza arrolladora que la define.
Fueron cientos, la mayoría asesinados antes de la dictadura, víctimas de una revolución que clamaba por la vida, pero hincaba sus pezuñas en el odio. En esta Argentina torturada, cuya dictadura sangrienta, malvada y feroz dejó un reguero de sangre, dolor y rabia, existieron víctimas distintas de las víctimas oficiales, víctimas que no tienen su lugar en la memoria, ni reciben el aplauso oficial, ni salen en las lágrimas públicas. Víctimas que aún se esconden por los rincones de la clandestinidad, como si fueran responsables de su propio asesinato, como si, por haber sido escogidas para morir, tuvieran culpa. Víctimas convertidas en victimarias. Esas víctimas reclaman, desde la oscuridad del olvido, su hueco en la historia de la Argentina. Y, sin embargo, aún no lo tienen.
Me dicen los amigos: te metes en un hormiguero. Sin duda, sobre todo porque soy una extranjera pisando minas de tiempo, y si los propios argentinos aún no han hecho las paces con su memoria –su memoria al completo–, ¿quién es nadie ajeno, para venir a pasar cuentas?
No es ésa la arrogancia de este artículo. Al contrario, parto, si me permiten, de un ejercicio de autocrítica severo y humilde. En España tardamos mucho en descubrir que la maldad del franquismo no justificaba otras maldades. Luchamos como supimos –mal y a destiempo– por recuperar unas libertades que llegaron cuando el dictador murió en la cama. Durante esos largos años de persecuciones, cárcel, exilio y muerte, todo lo que se escondía bajo el paraguas del antifranquismo merecía la etiqueta de heroico y de justo. Y así, nos tragamos el malvado sapo de las bombas de ETA, hicimos borrón a los desmandes trágicos de la República, olvidamos a las víctimas del otro lado y convertimos la realidad española en un mapa maniqueo de buenos y malos.
Por supuesto, el franquismo fue, como toda dictadura, intrínsecamente malvado, y nada justifica ni uno solo de sus abusos, sus atropellos y sus violencias. Mi familia, en este sentido, sabe muy bien de qué hablamos. Pero ni todo fue heroico en el otro lado, ni todo fue justo, ni todo es justificable. Muy al contrario, bajo la noble pancarta de la lucha por las libertades, se escondieron discursos y personas que nunca amaron a la libertad, pero que la usaron como eficaz y violenta excusa. El ejemplo más atroz de ello han sido las víctimas de ETA.
Durante años, y hasta bien entrada la democracia, los familiares de las víctimas de ETA tenían que esconderse bajo los rincones de la vergüenza y el silencio, no reconocidas por casi nadie, culpables de haber merecido la diana que un etarra cualquiera, desde su zulo de muerte, les había pintado. Me avergüenza decir que la sociedad española fue largamente injusta con las viudas, los hijos, los amigos, todos los que perdieron a un ser querido, a causa del terrorismo vasco.
Y si abrimos el melón de los actos violentos de la guerra civil, aún cuesta, en el lado progresista, reconocer a las monjas, a los curas, a los disidentes que las patrullas revolucionarias mataban en las noches de saqueo, mientras gritaban “¡muerte a Franco!”. Ser meridianamente claro en la denuncia de la maldad de una dictadura nunca puede implicar amnesia con la propia responsabilidad, desprecio a las otras víctimas, las que generó el bando “amigo” y, sobre todo, justicia de doble moral. Ese error trágico, malvado para todos los que sufrieron, lo cometimos durante décadas.
¿Cuál es el error que cometen ustedes, los argentinos? Por supuesto, ésa es una pregunta cuya respuesta sólo puede surgir de los propios argentinos. Pero me atrevo a sugerir algunas ideas críticas, quizás abusando del amor por este país y de la complicidad que he ido tejiendo con su historia.
La primera idea fundamental es que no hay víctimas buenas y víctimas malas. Las víctimas lo son integralmente, más allá de quiénes apretaron el gatillo. La víctima de una dictadura no es más víctima que la que cayó bajo las balas de un grupo de terroristas, decididos a imponer, con la violencia, sus ideas revolucionarias. Perpetrar todo un edificio de memoria y dignidad, expulsando de ese edificio a una parte sustancial de los que cayeron, es construir sobre barro. Peor aún, es intentar hacer justicia con cimientos injustos.
Si, además, se abre en canal el pasado, se juzga a los criminales, se levantan las amnistías, pero todo ello se hace con la mirada tuerta, sólo hacia un lado de la balanza, entonces se consolida otra forma de maldad. No se hace justicia. Se perpetra venganza.
Ya sé que a estas alturas del artículo, muchos se sentirán escandalizados. “No es lo mismo un dictador, que un revolucionario”, gritarán indignados. No. Son dos formas distintas de violencia. Pero ambas dos son violencia. Nadie dio permiso a los militares para secuestrar, asesinar, torturar a centenares de personas. Ello es tan evidente, que no está sometido a discusión, y no puede quedar impune. Sin embargo, ¿por qué es tan difícil afirmar que tampoco, nadie dio permiso a un grupo de iluminados para que se fueran a las montañas, mataran a decenas de personas y crearan un clima de terror?
Mi amigo Iván me cuenta cómo aprendió, de niño, a tirarse al suelo, cuando jugaba en la calle y aparecía, por la esquina, una furgoneta negra. Ese clima de terror en nombre de una revolución, cuya ideología era totalitaria, ¿quién tuvo el permiso de crearlo? ¿Quién les dio permiso a los Firmenich para decidir la muerte de padres, hijos, maridos de decenas de argentinos? Y, si ello es así, ¿cómo puede construirse el futuro sobre una parte de la memoria trágica ignorando, ninguneando, despreciando a la otra? ¿Cómo pueden quedar impunes los “otros” crímenes, los “otros” culpables?
“Sólo queremos que nuestras víctimas existan como víctimas.” Sólo un rincón en la memoria. Victoria Villaruel preside el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas y, hoy por hoy, su lucha es casi clandestina. Por no tener, no tiene ni derecho a visita oficial, señalada como apestada por una dirigencia que ha decidido reescribir la historia con renglones torcidos. ¿Su culpa? Recordar que, más allá de las víctimas caídas bajo la maldad tiránica, existieron víctimas caídas bajo la maldad revolucionaria. Y ese recuerdo es, según parece, un anatema, quizá porque determinada izquierda ha impuesto la inmoralidad de la doble moral. Una forma de mentir sobre la Historia.
Hay víctimas, pues, en esta Argentina que tanto habla de víctimas, que no tienen quién les escriba. Pero están ahí, sin ojos, sin manos, sin recuerdos, sin palabras. Están ahí, y sus silencios pesan como si fueran gritos.
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