Al Informe del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes, conocido vulgarmente como prueba PISA, se le ha reprochado desde diversos sectores de la educación cierto modo genetista o sociologista de medir el conocimiento educativo.
La causa deriva del hecho de que se trata de una prueba de inteligencia aplicada, en el sentido de los test de inteligencia, lo que en muchos casos no tiene relación con los conocimientos adquiridos por los alumnos en el sistema escolar que los educa.
En ese marco –y teniendo en cuenta el esfuerzo de inclusión que ha hecho el Estado argentino en los últimos 10 años-, un buen alumno del conurbano bonaerense que pertenezca a una primera generación de niños escolarizados no alcanzaría, quizás, los mismos resultados que un mal alumno de clase media de una escuela holandesa. La pregunta sería: ¿qué es lo que mueve el resultado obtenido por ambos?, ¿la escuela o la casa?, ¿el aula de cada alumno o el ingreso por cabeza de cada país?
De cualquier manera, en la última prueba PISA, Argentina ha quedado en el puesto 59° entre 65 países, de los que se evaluaron los rendimientos de lengua, ciencia y matemática de los alumnos de 15 años. Si bien se trata de un recorte muy preciso (la escuela tiene alumnos de entre seis y 17 años), la noticia no es agradable y quienes trabajamos en favor de la escuela pública debemos asumir el problema, que marca una tendencia que es útil registrar.
Con enojarnos con la prueba no ganamos nada. Tampoco ganamos nada batiendo el parche del fracaso escolar como tanto le gusta hacer a quienes jamás consideraron las dificultades que afrontó el sistema escolar público para restituir su estructura resquebrajada.
El resultado de la última evaluación PISA es preocupante. Es evidente que tenemos dificultades. Fuimos muy exitosos en las políticas de inclusión, en ampliar la matrícula y en conquistar la justicia social educativa. Y no exageramos si decimos que, en ese sentido, se trató de una revolución, la segunda en el área después de la revolución sarmientina. Pero también tuvimos dificultades en la retención. Debimos trabajar con mucho esfuerzo para que los alumnos no se fueran, y el resultado de todo esto es que no estamos satisfechos con los niveles de egreso.
Por lo que pudimos ver, mejoramos el rendimiento en ciencias, pero retrocedimos en lectura y matemática. De modo que estamos con problemas en un eje de importancia vital para la formación de inteligencia y sentido, que es el que integra las experiencias de leer, escribir y resolver problemas matemáticos. Digamos que allí donde se está transmitiendo el uso de las herramientas destinadas a pensar, los resultados no son buenos.
Reconocer ese problema es fundamental para medir su importancia y se debe atacar un factor clave de la educación pública, que es el de la comprensión.
No es una tarea fácil porque todo está dado en el ambiente para que los alumnos no crean en la utilidad de la comprensión. El acceso franco a la información, incluso el esfuerzo innecesario de “hacernos” una memoria intelectual (¿para qué, si toda la memoria del mundo está disponible en Internet?), más la velocidad de ese acceso, sitúan a la escuela en un espacio de retaguardia: el espacio cultural de la lentitud. De la escuela depende convertir su posición de retaguardia en vanguardia.
Porque si hay una vigencia que la escuela pública no pierde es la de ofrecer paciencia, herramientas de pensamiento y asociaciones lógicas para que toda la información que circula pueda detenerse en el sentido que le demos. En esa necesidad, que es más la de entender que la de saber, la función de la escuela se ha vuelto más actual que nunca.
La causa deriva del hecho de que se trata de una prueba de inteligencia aplicada, en el sentido de los test de inteligencia, lo que en muchos casos no tiene relación con los conocimientos adquiridos por los alumnos en el sistema escolar que los educa.
En ese marco –y teniendo en cuenta el esfuerzo de inclusión que ha hecho el Estado argentino en los últimos 10 años-, un buen alumno del conurbano bonaerense que pertenezca a una primera generación de niños escolarizados no alcanzaría, quizás, los mismos resultados que un mal alumno de clase media de una escuela holandesa. La pregunta sería: ¿qué es lo que mueve el resultado obtenido por ambos?, ¿la escuela o la casa?, ¿el aula de cada alumno o el ingreso por cabeza de cada país?
De cualquier manera, en la última prueba PISA, Argentina ha quedado en el puesto 59° entre 65 países, de los que se evaluaron los rendimientos de lengua, ciencia y matemática de los alumnos de 15 años. Si bien se trata de un recorte muy preciso (la escuela tiene alumnos de entre seis y 17 años), la noticia no es agradable y quienes trabajamos en favor de la escuela pública debemos asumir el problema, que marca una tendencia que es útil registrar.
Con enojarnos con la prueba no ganamos nada. Tampoco ganamos nada batiendo el parche del fracaso escolar como tanto le gusta hacer a quienes jamás consideraron las dificultades que afrontó el sistema escolar público para restituir su estructura resquebrajada.
El resultado de la última evaluación PISA es preocupante. Es evidente que tenemos dificultades. Fuimos muy exitosos en las políticas de inclusión, en ampliar la matrícula y en conquistar la justicia social educativa. Y no exageramos si decimos que, en ese sentido, se trató de una revolución, la segunda en el área después de la revolución sarmientina. Pero también tuvimos dificultades en la retención. Debimos trabajar con mucho esfuerzo para que los alumnos no se fueran, y el resultado de todo esto es que no estamos satisfechos con los niveles de egreso.
Por lo que pudimos ver, mejoramos el rendimiento en ciencias, pero retrocedimos en lectura y matemática. De modo que estamos con problemas en un eje de importancia vital para la formación de inteligencia y sentido, que es el que integra las experiencias de leer, escribir y resolver problemas matemáticos. Digamos que allí donde se está transmitiendo el uso de las herramientas destinadas a pensar, los resultados no son buenos.
Reconocer ese problema es fundamental para medir su importancia y se debe atacar un factor clave de la educación pública, que es el de la comprensión.
No es una tarea fácil porque todo está dado en el ambiente para que los alumnos no crean en la utilidad de la comprensión. El acceso franco a la información, incluso el esfuerzo innecesario de “hacernos” una memoria intelectual (¿para qué, si toda la memoria del mundo está disponible en Internet?), más la velocidad de ese acceso, sitúan a la escuela en un espacio de retaguardia: el espacio cultural de la lentitud. De la escuela depende convertir su posición de retaguardia en vanguardia.
Porque si hay una vigencia que la escuela pública no pierde es la de ofrecer paciencia, herramientas de pensamiento y asociaciones lógicas para que toda la información que circula pueda detenerse en el sentido que le demos. En esa necesidad, que es más la de entender que la de saber, la función de la escuela se ha vuelto más actual que nunca.
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