La medida tiene difícil aplicación; es fácil de esquivar
Por primera vez, la Constitución de Egipto recogerá de forma expresa la prohibición de formar partidos políticos “en base a la religión”. La provisión goza de un amplio consenso en Asamblea Constituyente. Este hecho muestra el giro radical que dio el país árabe el pasado 3 de julio, cuando se produjo un golpe de Estado que derrocó al Gobierno islamista de los Hermanos Musulmanes. Sin embargo, existen muchas dudas sobre si la prohibición de formar partidos religiosos será realmente aplicada. La ley de partidos en vigor, aprobada por la Junta Militar que tuteló la transición después de la revolución de 2011, ya incluía este principio, pero ello no evitó una auténtica eclosión de partidos islamistas en el panorama político del país. No solo los Hermanos Musulmanes crearon su propia formación, sino que también lo hicieron varios movimientos salafistas, seguidores de una rama ultraconservadora del Islam.
Según Ibrahim Awad, profesor de Ciencia Política de la Universidad Americana de El Cairo, “la aplicación de la prohibición es complicada, y dependerá de la ley que desarrolle el precepto constitucional, del contexto político durante los próximos meses y la inventiva de los partidos islamistas”. “En sus estatutos”, continúa, “podrán eliminar cualquier referencia discriminatoria de tipo religioso para garantizar su legalidad, pero ello no evitará que continúen siendo partidos islamistas”. Entre las estrategias que han utilizado hasta hoy los partidos islamistas para sortear la ley figura la inclusión de miembros cristianos en sus filas. Por ejemplo, el brazo político de los Hermanos Musulmanes, el Partido de la Libertad y la Justicia, contaba con un vicepresidente cristiano. Además, desde un punto de vista legal no es fácil determinar si un partido es religioso cuando la propia Constitución establece que la sharia es la inspiración del ordenamiento jurídico.
El artículo constitucional egipcio podría acabar siendo utilizado como una herramienta de presión para que los partidos islamistas moderen su discurso. Esta es la posición de Ahmed Maher, cofundador del revolucionario Movimiento del 6 de Abril. “Estoy a favor de la prohibición de los partidos religiosos. Pero no significa que quiera la exclusión política de los islamistas, sino que cambien su actitud. No es aceptable que utilicen políticamente la religión, calificando a sus adversarios de infieles, o aticen la violencia sectaria”, dice. La sólida implantación de los movimientos islamistas en la sociedad egipcia haría difícil esa prohibición, pues consiguieron aproximadamente el 70% de los votos en las últimas elecciones parlamentarias.
En octubre la Corte Suprema israelí rechazó una petición para que en sus pasaportes su nacionalidad se cambiara de “judíos” a “israelíes”. Israel carece de constitución, pero en dos de sus leyes fundacionales se describe al Estado como “judío y democrático”. En la legislatura actual y la previa varios congresistas conservadores han propuesto leyes en las que el carácter democrático de la nación quedaría supeditado a su naturaleza judía, algo que evitaría el derecho a la autodeterminación de minorías como la árabe. A esa supeditación se han opuesto políticos moderados como la ministra de Justicia Tzipi Livni. Para quienes ven con buenos ojos ese cambio, sin embargo, hablar de judaísmo no es hablar necesariamente de religión.
“No se trata necesariamente de un asunto religioso, sino de nacionalidad y cultura, de nuestra memoria colectiva. En Israel ser judío no es necesariamente ser religioso, es algo que se debe tener claro”, explica Yedidia Stern, vicepresidente del Instituto para la Democracia en Israel. “Y es cierto que hay otros Estados que incluyen su confesión en sus constituciones y leyes. Pero para nosotros, que estuvimos 2.000 años sin un Estado es importante tenerlo ahora, como un lugar que sintamos que es nuestro, con nuestras tradiciones, en el que poder practicar el judaísmo libremente de forma pública o privada. Para ello las leyes que rigen en público deben responder a una lectura moderada del judaísmo, como sucede, y respetar los derechos de las minorías, como el 20% de árabes”.En Libia, tras la caída de Gadafi, el Consejo Nacional de Transición amagó con prohibir también los partidos religiosos, desistiendo poco después ante la indignación de buena parte del electorado. El año pasado, la cámara baja del Parlamento de Jordania aprobó una medida, respaldada por el rey Abdalá II, que prohíbe la formación de partidos políticos “sobre bases religiosas”, con la idea de disolver el Frente de Acción Islámica, la sección de los Hermanos Musulmanes en ese país. El Senado quedó pendiente de ratificar la ley. El régimen sirio también prohíbe los partidos religiosos y una revisión de la Constitución de 2012 establece claramente que “no se practicará actividad política o se formarán grupos sobre la base de la religión”.
Según los historiadores las interferencias mutuas de la religión y la política en el mundo islámico son relativamente nuevas. “Tradicionalmente, en el mundo islámico, la política se mantuvo al margen de la religión. Religiosamente, se mantenía así una continuidad con el pasado islámico sin depender del Gobierno o regimen de turno. Antes de la era contemporánea, el mundo islámico operaba sin control del Estado. Las mezquitas, por ejemplo, las financiaba no el Gobierno sino personas individuales, a través de donaciones caritativas”, explica Jonathan Berkey, historiador del mundo islámico y profesor en la universidad norteamericana de Davidson.
Durante la mayor parte del siglo XX la mayoría de Gobiernos en el poder en el Norte de África y Oriente Próximo fueron seculares. Explotaron valores nacionalistas con sus raíces firmemente hundidas en el Ejército. Regímenes como el de Egipto, decididos a coartar cualquier amago de ascenso de formaciones islamistas, comenzaron a ejercer un gran control sobre diversas instituciones religiosas, como mezquitas o universidades, como la de Al Azhar. A esa sombra nacieron y resistieron agrupaciones como la cofradía de los Hermanos Musulmanes, formada en ese país en 1928 pero que pronto se expandió por toda la región y más recientemente también por Europa y EE UU.
La inmigración y la llegada del activismo islámico al mundo occidental ha desatado fricciones y temores entre electores y políticos seculares y cristianos. El año pasado en el congreso político del Partido Republicano previo a las elecciones presidenciales norteamericanas los encargados de efectuar un programa incluyeron un punto según el cual esa formación conservadora se compromete a prohibir que la sharia se convierta en legislación a respetar en decisiones judiciales. En Europa diversos partidos ultraderechistas han llegado a exigir incluso la prohibición completa de la práctica del islam. En diversas oleadas, Gobiernos más o menos moderados han prohibido aspectos diversos del islam como por ejemplo la construcción de minaretes, en Suiza, o el velo en las mujeres, en Francia.
El islam es una religión que lo comprende todo, en cuya base está tener una presencia no solo en la vida personal del individuo, sino también en su esfera pública. Eso ha llevado a dudar sobre si de verdad esa religión puede ser compatible con el secularismo y, en última instancia, con la democracia occidental y sus valores de libertad, igualdad y fraternidad.
“Teóricamente es cierto que las nociones occidentales de democracia pueden ser incompatibles con los principios islámicos”, explica el profesor Berkey. “La esencia de una democracia es que la soberanía se le confiere al pueblo, y el pueblo soberano la delega en el Parlamento y el Gobierno. Desde el punto de vista tradicional islámico, el Gobierno y la legitimidad del Estado deberían pertenecer a dios, pues la legislación a aplicar debe ser acorde con la sharia o ley islámica”.
Aunque el Nuevo Testamento dice que “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, en la tradición cristiana ha habido tiempos en que reyes y dictadores han gobernado por la gracia de dios. En EE UU hay legisladores ultraconservadores que defienden a diario la naturaleza cristiana de su país y luchan por colocar en la esfera pública símbolos religiosos como la cruz o la Biblia.
“Esa autoridad de dios sobre la esfera pública también se encuentra en la historia de occidente”, añade Berkey. “De hecho, muchos pensadores musulmanes argumentan que en su religión está la base para el consenso que forma la base de la democracia. En realidad en el islam se considera que es islámico lo que la comunidad musulmana pacta y decide. Existe esa noción de acuerdo común y consenso que abre vías a una compatibilidad con la idea de democracia y autogobierno”.
Desde ese punto de vista, es solo el islam fundamentalista el que es incompatible con la práctica de la democracia. “Los partidos islámicos fundamentalistas emplean la religión como un instrumento del poder y la coerción, y para dictar las vidas de otros musulmanes”, añade Karima Bennoune, profesora en la Universidad de California en Davis y autora del libro Su fatua no se aplica aquí, sobre historias de resistencia contra el radicalismo islámico. “Su agenda está basada en la no separación entre su versión de la religión y la maquinaria del Estado. ¿Cómo se puede tener una separación entre religión y Estado en un autodenominado Estado islámico, cristiano, o judío? Un secularismo democrático auténtico, que busque crear o mantener esa separación, es el instrumento más importante para oponerse a ese fundamentalismo, y crear alternativas a él”.
Según Ibrahim Awad, profesor de Ciencia Política de la Universidad Americana de El Cairo, “la aplicación de la prohibición es complicada, y dependerá de la ley que desarrolle el precepto constitucional, del contexto político durante los próximos meses y la inventiva de los partidos islamistas”. “En sus estatutos”, continúa, “podrán eliminar cualquier referencia discriminatoria de tipo religioso para garantizar su legalidad, pero ello no evitará que continúen siendo partidos islamistas”. Entre las estrategias que han utilizado hasta hoy los partidos islamistas para sortear la ley figura la inclusión de miembros cristianos en sus filas. Por ejemplo, el brazo político de los Hermanos Musulmanes, el Partido de la Libertad y la Justicia, contaba con un vicepresidente cristiano. Además, desde un punto de vista legal no es fácil determinar si un partido es religioso cuando la propia Constitución establece que la sharia es la inspiración del ordenamiento jurídico.
El artículo constitucional egipcio podría acabar siendo utilizado como una herramienta de presión para que los partidos islamistas moderen su discurso. Esta es la posición de Ahmed Maher, cofundador del revolucionario Movimiento del 6 de Abril. “Estoy a favor de la prohibición de los partidos religiosos. Pero no significa que quiera la exclusión política de los islamistas, sino que cambien su actitud. No es aceptable que utilicen políticamente la religión, calificando a sus adversarios de infieles, o aticen la violencia sectaria”, dice. La sólida implantación de los movimientos islamistas en la sociedad egipcia haría difícil esa prohibición, pues consiguieron aproximadamente el 70% de los votos en las últimas elecciones parlamentarias.
Israel, judío y democrático
DAVID ALANDETE
Israel es un Estado que se creó para albergar en él al pueblo judío. A lo largo de los años han emigrado a él seis millones, procedentes de Latinoamérica, Estados Unidos, Australia, Europa, Etiopía, Afganistán y todo el norte de África y Oriente Próximo, desde Marruecos a Yemen. Operan en su Parlamento varios partidos con un mayor o menor grado de religiosidad, con un especial peso de aquellos que representan al voto ultraortodoxo, sefardí y asquenazí, que hasta enero formaban parte de la coalición de gobierno. Estos se han asegurado, a lo largo de las décadas, de que el Estado destine grandes subsidios a aquellos jóvenes que dedican todo su tiempo a estudiar los textos religiosos, a quienes además tradicionalmente se les ha eximido de prestar el servicio militar obligatorio. Las fuerzas ultraortodoxas han logrado que haya barrios enteros de Jerusalén cerrados al tráfico además de que no haya transporte público ni vuelos de la compañía nacional durante el día sagrado del sabbat.En octubre la Corte Suprema israelí rechazó una petición para que en sus pasaportes su nacionalidad se cambiara de “judíos” a “israelíes”. Israel carece de constitución, pero en dos de sus leyes fundacionales se describe al Estado como “judío y democrático”. En la legislatura actual y la previa varios congresistas conservadores han propuesto leyes en las que el carácter democrático de la nación quedaría supeditado a su naturaleza judía, algo que evitaría el derecho a la autodeterminación de minorías como la árabe. A esa supeditación se han opuesto políticos moderados como la ministra de Justicia Tzipi Livni. Para quienes ven con buenos ojos ese cambio, sin embargo, hablar de judaísmo no es hablar necesariamente de religión.
“No se trata necesariamente de un asunto religioso, sino de nacionalidad y cultura, de nuestra memoria colectiva. En Israel ser judío no es necesariamente ser religioso, es algo que se debe tener claro”, explica Yedidia Stern, vicepresidente del Instituto para la Democracia en Israel. “Y es cierto que hay otros Estados que incluyen su confesión en sus constituciones y leyes. Pero para nosotros, que estuvimos 2.000 años sin un Estado es importante tenerlo ahora, como un lugar que sintamos que es nuestro, con nuestras tradiciones, en el que poder practicar el judaísmo libremente de forma pública o privada. Para ello las leyes que rigen en público deben responder a una lectura moderada del judaísmo, como sucede, y respetar los derechos de las minorías, como el 20% de árabes”.
Según los historiadores las interferencias mutuas de la religión y la política en el mundo islámico son relativamente nuevas. “Tradicionalmente, en el mundo islámico, la política se mantuvo al margen de la religión. Religiosamente, se mantenía así una continuidad con el pasado islámico sin depender del Gobierno o regimen de turno. Antes de la era contemporánea, el mundo islámico operaba sin control del Estado. Las mezquitas, por ejemplo, las financiaba no el Gobierno sino personas individuales, a través de donaciones caritativas”, explica Jonathan Berkey, historiador del mundo islámico y profesor en la universidad norteamericana de Davidson.
Durante la mayor parte del siglo XX la mayoría de Gobiernos en el poder en el Norte de África y Oriente Próximo fueron seculares. Explotaron valores nacionalistas con sus raíces firmemente hundidas en el Ejército. Regímenes como el de Egipto, decididos a coartar cualquier amago de ascenso de formaciones islamistas, comenzaron a ejercer un gran control sobre diversas instituciones religiosas, como mezquitas o universidades, como la de Al Azhar. A esa sombra nacieron y resistieron agrupaciones como la cofradía de los Hermanos Musulmanes, formada en ese país en 1928 pero que pronto se expandió por toda la región y más recientemente también por Europa y EE UU.
La inmigración y la llegada del activismo islámico al mundo occidental ha desatado fricciones y temores entre electores y políticos seculares y cristianos. El año pasado en el congreso político del Partido Republicano previo a las elecciones presidenciales norteamericanas los encargados de efectuar un programa incluyeron un punto según el cual esa formación conservadora se compromete a prohibir que la sharia se convierta en legislación a respetar en decisiones judiciales. En Europa diversos partidos ultraderechistas han llegado a exigir incluso la prohibición completa de la práctica del islam. En diversas oleadas, Gobiernos más o menos moderados han prohibido aspectos diversos del islam como por ejemplo la construcción de minaretes, en Suiza, o el velo en las mujeres, en Francia.
El islam es una religión que lo comprende todo, en cuya base está tener una presencia no solo en la vida personal del individuo, sino también en su esfera pública. Eso ha llevado a dudar sobre si de verdad esa religión puede ser compatible con el secularismo y, en última instancia, con la democracia occidental y sus valores de libertad, igualdad y fraternidad.
“Teóricamente es cierto que las nociones occidentales de democracia pueden ser incompatibles con los principios islámicos”, explica el profesor Berkey. “La esencia de una democracia es que la soberanía se le confiere al pueblo, y el pueblo soberano la delega en el Parlamento y el Gobierno. Desde el punto de vista tradicional islámico, el Gobierno y la legitimidad del Estado deberían pertenecer a dios, pues la legislación a aplicar debe ser acorde con la sharia o ley islámica”.
Aunque el Nuevo Testamento dice que “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, en la tradición cristiana ha habido tiempos en que reyes y dictadores han gobernado por la gracia de dios. En EE UU hay legisladores ultraconservadores que defienden a diario la naturaleza cristiana de su país y luchan por colocar en la esfera pública símbolos religiosos como la cruz o la Biblia.
“Esa autoridad de dios sobre la esfera pública también se encuentra en la historia de occidente”, añade Berkey. “De hecho, muchos pensadores musulmanes argumentan que en su religión está la base para el consenso que forma la base de la democracia. En realidad en el islam se considera que es islámico lo que la comunidad musulmana pacta y decide. Existe esa noción de acuerdo común y consenso que abre vías a una compatibilidad con la idea de democracia y autogobierno”.
Desde ese punto de vista, es solo el islam fundamentalista el que es incompatible con la práctica de la democracia. “Los partidos islámicos fundamentalistas emplean la religión como un instrumento del poder y la coerción, y para dictar las vidas de otros musulmanes”, añade Karima Bennoune, profesora en la Universidad de California en Davis y autora del libro Su fatua no se aplica aquí, sobre historias de resistencia contra el radicalismo islámico. “Su agenda está basada en la no separación entre su versión de la religión y la maquinaria del Estado. ¿Cómo se puede tener una separación entre religión y Estado en un autodenominado Estado islámico, cristiano, o judío? Un secularismo democrático auténtico, que busque crear o mantener esa separación, es el instrumento más importante para oponerse a ese fundamentalismo, y crear alternativas a él”.
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